NO VOY A PERDONAR
Frente despejada, nariz aguileña, labios finos y una mirada profunda, tranquila, a veces perdida, pero sin duda repleta de odio.
Así lo describió el único ciudadano cuando se acercó a la comisaría más cercana a su domicilio, como respuesta a la llamada realizada por la Brigada de Homicidios a través de emisoras de radio, televisión, prensa y diferentes perfiles en las redes sociales establecidos por el Cuerpo Nacional de Policía.
Era la única descripción con que contaba la policía, nadie, ni siquiera el declarante, pudo ver como el supuesto asesino acabó con la vida del Magistrado del Tribunal Supremo. Aquel solo se atrevió a dar cuenta de lo sucedido minutos después de que sucediera.
—No inspector, hacía frio, solo regresaba de visitar a un familiar enfermo. La calle, dada la hora estaba solitaria, vacía, ni siquiera los vecinos que tienen mascotas habían salido a pasear. Suelen hacerlo una o dos horas más tarde.
—Entonces, ¿Qué le hace pensar que el hombre con quien se cruzó pueda ser el asesino?
—Yo no pienso eso, para eso están ustedes los policías, solo les ofrezco una observación, jamás había visto a ese hombre por allí. Mire inspector, no me gustan los acertijos, ni ese tipo de novelas que dicen llamarse negras, únicamente leo historia y ensayos, ni siquiera abro una novela histórica, no aventuro, solo compruebo extremos, no me gusta elucubrar, aunque eso sí, soy buen observador. Cuanto algo se sale de lo cotidiano, de lo normal, llama mi atención, y ese hombre no estaba dentro de lo habitual.
—Gracias por la observación. Le avisaremos si necesitáramos de su intervención en otro momento.
–No, por favor, no me avisen, no me interesa. Es trabajo de ustedes aclarar la muerte de mi vecino. Ha sido desagradable, hemos estado en la urbanización tres días con más policías y políticos que en el desfile del 12 de Octubre.
La prensa y resto de medios se volcaron en referir con toda clase de detalles, la muerte violenta de Jacinto Tejedor Arilla, Magistrado de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, a menos de cincuenta metros de su domicilio, situado en una urbanización cerrada en la zona norte de Madrid.
Me han robado doce años de mi vida.
La frase llegó a convertirse en mantra. Su constante repetición llegó a ser el motivo para seguir viviendo. Estaba solo, sin familia ni amigos, marcado por ese estigma que significa haber sido acusado, juzgado y condenado por violador. No lo fue, él era inocente. Por esa razón durante los años que permaneció en prisión, no acudió a los cursos de rehabilitación para violadores. No lo lograron, no consiguieron destruirle ¿o sí?
Cuando salió de prisión acabó su penuria, sin embargo comenzó otra, más dura y tal vez más desquiciante e inútil. Conseguir reivindicar su nombre, su inocencia ante diferentes sociedades, la española y la de su país de origen. Hasta ese momento nadie quiso saber de él. Solo cuando la noticia de su libertad salió en los diferentes medios, advirtieron su existencia. A partir de entonces, si lograba que la judicatura proclamara a los cuatro vientos su equívoco en la decisión y condena, tal vez intentaría vivir o mal vivir, el resto de años de su vida.
¿Qué vida? ¿Dónde?
Mientras su abogado presentó la oportuna demanda de resarcimiento por la condena errónea, que se fundó únicamente en declaraciones de las tres mujeres a las que supuestamente agredió sexualmente, él se mantuvo sobreviviendo. Su vida era difícil, más de lo que pudo imaginar. La burocracia y lentitud en resolver y dilucidar las reclamaciones por errores judiciales cometidos suelen hacerse eternas logrando desquiciar al ser más paciente, deseoso de justicia. Sin embargo, gracias a la prensa y varias asociaciones se construyó con suficiente y necesaria fuerza social, el puente para su reparación en menos de un año.
La indemnización superó en más de un veinte por ciento la última que los tribunales españoles otorgaron a otro inocente, a quien también, por error, destrozaron su vida.
Con el dinero recibido pagó a su abogado el esfuerzo y dedicación mantenida hasta ese día, alquiló un pequeño estudio en un barrio de Madrid, y comenzó a practicar el sano deporte de olvidar.
¿Seguro?
— Fíjate bien en mi cara. ¿Me ves bien? ¿Sabes quién soy?
— Si —respondió temblorosa la mujer— eres el hombre a quien señalé como mi agresor. Lo siento, me equivoqué. Estaba dolida, sufrí una agresión sexual, debes entenderlo. Ahora sé que eres inocente. Lo lamento, perdóname.
—Lo entiendo, no te preocupes, no hay problema, pero no quiero perdonarte.
—Entonces, ¿Qué quieres de mí?
—Solo una cosa, algo sin importancia.
—Claro, si está de mi mano puedes contar con ello.
—Devuélveme los doce años de vida que me robaste.
—¿Qué?
—Doce años. Doce años de mi vida. Así de fácil.
—Pero, no entiendo, eso es algo imposible.
—Lo sé.
El disparo fue certero y su muerte apareció sorpresiva y rápida. Sus ojos parecían preguntar ¿por qué?, él no contestó, no quiso responder.
Me siento aliviado.
Dos días tardaron en encontrar el cadáver. Él ya no estaba en aquella ciudad, regresó a su domicilio en Madrid.
Aún mantengo angustia, necesito descargarla.
Esperó tardes enteras observando, comprobando los pasos del Magistrado. Le veía salir casi siempre a la misma hora y tras cruzar el portal, se encaminaba a la puerta principal de la urbanización. Con la mano saludaba al portero vigilante tras un ventanal y caminaba hasta la calle. Unas decenas de metros y pronto abordaría la avenida principal del barrio. Al lado derecho un gran centro comercial, a la izquierda edificios de diez plantas y en sus bajos bares, cafeterías y algún que otro establecimiento comercial o taller mecánico en los laterales.
Veía entrar al Magistrado en un bar, bajar tres peldaños y alcanzar un taburete frente a la barra. Saludos al camarero y una petición, casi siempre la misma, una copa de Rioja tinto y un pincho de tortilla española. Algunas frases cruzadas durante y después del vino. Pagaba y regresaba por idéntico camino hasta su domicilio.
La segunda semana fue la oportuna, esperó a que regresara de su corto paseo, dobló la esquina y se introdujo en la calle para subir hasta la urbanización. Avanzó hacia él parándose bajo una farola cuya luz parpadeaba mientras intentaba marcar un número de teléfono. Pasó a su lado sin inmutarse, solo cuando se hubo separado unos metros, abandonó el teléfono en uno de los bolsillos y comenzó a dar pasos largos hasta alcanzarle. Al llegar a su altura, le adelantó y colocándose frente al Magistrado, sin mediar palabra alguna, extrajo una pistola con silenciador, apuntó a su rodilla derecha y apretó el gatillo. Cayó al suelo sin decir palabra. Imaginó que el dolor provocado por la herida era fuerte, pues el Magistrado, quiso, pero no pudo, lanzar una exclamación o grito. Tras unos segundos únicamente preguntó.
— ¿Por qué? ¿Tal vez por la burocracia y lentitud de la justicia?
Entre balbuceos, volvió a preguntar.
—¿Y yo que tengo que ver?
—Doce años en prisión siendo inocente, siete de ellos cuando ya estaba confirmada mi inocencia.
—Lo siento, pero no entiendo. Si hice algo mal, le pido perdón.
—Yo también lo siento, pero no voy a perdonar.
El segundo disparó acabó con su vida.
Me siento aliviado, muy aliviado.
Al volver sobre sus pasos y a la altura de la farola con luz parpadeante, se cruzó con un hombre, que con su mano enguantada soportaba un libro cuyo título en grandes letras decía: La Casa de los Trastámara. Cruzaron sus miradas por un instante y cada uno siguió su camino.
Todavía tengo angustia, necesito eliminarla.
Por delito continuado de agresión sexual. Esa era la frase que aparecía una y otra vez en su mente. Siempre lo negó, no dudó de su verdad, no así aquellas tres mujeres que quisieron reconocerle como su agresor, ni el Juez de Instrucción que dictó sentencia, como tampoco el Fiscal. Tuvo tiempo, ahora también, de analizar y puntualizar cada una de las frases que escuchó durante los interrogatorios, siempre presididos e iniciados con: Soy inocente. Le repito, soy inocente.
En una ocasión dudó de sí mismo, también de su abogado. En ocasiones mantuvo la ilusión de haber sufrido una pesadilla, no lo fue, como comprobó durante años. El abogado le defendió, era de algún modo natural y lógico, pero las pruebas lo señalaban inequívocamente culpable. Creer en su inocencia no formaba parte de su labor, solo defenderle, aunque dio muestras de lo contrario durante los doce años siguientes hasta lograr su libertad.
Las otras dos mujeres vivían relativamente cerca en la misma población. Decidió alquilar una habitación en otra cercana. Pese a no tener miedo alguno a que pudieran reconocerlo, intentó cambiar algo su fisonomía. Su rostro, ahora cubierto de barba mal cuidada y un incipiente bigote, se había tornado distinto, pese a que su mirada perdida, lánguida, aunque llena de odio, se mantenía igual.
Trató de modificar el fuerte acento extranjero persistente, para ello se ejercitó durante días, aún hoy continuaba haciéndolo.
La primera de aquellas dos mujeres moriría aquella tarde. Vigiló a ambas durante una semana.
Abandonó la habitación del hostal, como cada día con una cartera soportada en su mano derecha. Tomó un taxi y tras alcanzar el barrio donde vivían ambas mujeres, mandó parar.
—Espéreme unos minutos, debo hacer una visita en aquel comercio. Volveré enseguida para hacer otra.
—Como usted mande —respondió el conductor.
Entró en el supermercado, lo atravesó y salió por la puerta posterior. Una vez en la calle tuvo tiempo para avanzar hasta la tienda donde trabajaba su víctima. No le reconoció. Pidió ver una camisa azul del escaparate. Ella se acercó a una repisa y tras pedir la talla de cuello el respondió.
—Antiguo 42, pero ¿no me reconoce? fíjese bien.
—Se parece a alguien, pero no recuerdo.
—Según declaró usted ante la policía y en el Juzgado, yo fui su agresor sexual.
—Ahora sí, le recuerdo. Lo siento me equivoqué.
—Claro. Bien envuélvame la camisa y aproveche para devolverme doce años de mi vida.
—Eso no puedo hacerlo. Lo lamento.
—Tampoco puedo dejarla vivir, debo cobrar mi venganza.
El disparo certero, la arrastró tras del mostrador. Salió y regresó al supermercado para atravesarlo de nuevo y salir frente donde esperaba el taxista. —Ahora iremos un poco más allá, cerca de una tienda de confección —señaló.
El taxi en esta ocasión solo esperó diez minutos. Después.
—¿Dónde vamos ahora?
—Al puerto, pero no continuaremos, me quedaré allí. Gracias.
Esta vez, estoy más aliviado. Ya falta menos.
Pagó el servicio, se acercó al espigón y tras limpiar de huellas el arma, la envolvió en una bolsa para lanzarla al mar. Regresó al hostal y dos días después regresó a Madrid para ocuparse del último de sus problemas. Le costó cerca de un mes y algo de dinero para comprar su tercera pistola. Viajó de nuevo. El Juez de Instrucción paró el coche al ser embestido por detrás por otro. La tarde oscura, la calle también. Ambos hombres se encontraron para ver los desperfectos. Uno regreso a su coche, el otro quedó en el suelo con un trozo de plomo incrustado en el ventrículo derecho, según señaló días después el forense que hizo la autopsia.
Hoy estoy perfectamente.
Días más tarde y de nuevo en Madrid, atravesó la puerta de una comisaría, se acercó a un agente.
—Vengo a entregarme, he matado a cinco personas. Se lo merecían.
Horas más tarde, un inspector acompañaba a un posible testigo hasta una sala donde permanecía sentado aquel hombre.
—Fíjese bien en él durante el tiempo que necesite. Luego dígame si ese es el hombre con quien se pudo cruzar el día en que asesinaron al Magistrado. Asegúrese bien, no podemos equivocarnos e inculpar a un inocente, su respuesta puede encerrarlo en prisión y podría provocar resultados nefastos.
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