UNA VENGANZA ESCRITA
En la amistad nada hay ficticio, nada simulado, y lo que hay en realidad es verdadero y voluntario.(Marco Tulio Cicerón)
Madrid, un día gris a finales del mes de Septiembre.
La lluvia menuda, cae sobre la gente que camina en dirección a sus obligaciones. Se la esperó durante meses, sin que apareciera dejando que la contaminación atmosférica horadara sus vidas.
En un edificio con funciones de comisaria cuya estructura deja mucho que desear, un policía de uniforme charla con un compañero que acaba de introducirse en uno de los vehículos deteriorados por falta de reparación, o de presupuesto para una puesta a punto. Se intercambian las guardias, el que está fuera dice que necesita la tarde-noche para ir con su mujer a celebrar su aniversario de boda. El segundo asiente con la cabeza y comenta: de acuerdo, no habrá problema, considérate libre para mañana. Gracias Jaime, responde. Mientras un hombre con la mirada fija en el suelo y empapado por la lluvia, se acerca hacia los policías. No espera a que acaben de hablar, les espeta.
—Ayer maté a una mujer. Vengo a entregarme —dice sin fuerza. Las palabras salen de sus labios como si se tratara de una oración.
—Adolfo, acompaña a este señor, yo debo patrullar unas horas. Que le tomen declaración.
—Claro —responde con desgana el otro policía.
En silencio, el agente de la ley y el desconocido suben los dos peldaños hasta la puerta de entrada a la comisaria; solo dos meses más y tendremos unas instalaciones decentes —repite la frase en su mente a modo de petición y deseo.
—Pase un momento a esta sala, avisaré a uno de los inspectores para que le tome declaración. Espere aquí, solo será un par de minutos—señala de modo imperativo.
—No tengo prisa.
Dos minutos después el inspector Sancho y el agente Gil, abren la puerta. El hombre permanece sentado, en silencio.
—Te dejo, debo hacer un par de cosas.
—Claro, yo me ocupo—añade al compañero mientras mira de reojo al hombre dirigiéndole unas palabras—Dígame que le ocurre, después veremos qué podemos hacer.
—¿No le ha dicho nada su compañero?
—No. No señor.
—He matado a una mujer. Ayer, la maté ayer. Vengo a entregarme.
—Vamos a ver ¿Cómo que ha matado a una mujer?
—En efecto, la he matado. Necesitaba hacerlo. Tras muchos años por fin ayer lo hice.
—Espere, espere un momento. Esto no es así de sencillo. Necesitaremos comprobar ciertos extremos, ver el cadáver, que alguien la reconozca. En fin, comprobar los hechos, y después que el Juez determine las actuaciones debidas.
—Hagan lo que tengan que hacer.
—Un segundo, debo hablar con mi superior. No se marche.
El inspector abandona la sala, pide a un agente vigile que no salga el hombre del interior y avanza con decisión hasta el despacho del comisario. Le cuenta en pocas palabras lo que ha escuchado. Recibe la autorización para hacerse con la investigación del presunto crimen.
Regresa no sin antes pedir un dispositivo para grabar imagen y sonido de la declaración. Entra, espera a que dispongan el equipo.
—Necesito que me diga su nombre y apellidos. Debo advertirle que vamos a grabar su declaración, si nos autoriza hacerlo.
—Desde luego agente.
—Inspector, inspector Sancho.
—Disculpe.
—Bien comenzaremos a grabar. Diga primero su nombre, apellidos, domicilio y exprese con claridad que autoriza grabemos su declaración.
—Bien inspector. Me llamo Pablo Domínguez Iznalloz, vivo en la Avenida Donostiarra, num.25, cuarto derecha. Tengo sesenta y ocho años. Estoy soltero, no tengo hijos y quedan autorizados a grabar cuanto diga y declare.
—Gracias señor Domínguez, ahora voy a leerle sus derechos e invitarle, si lo desea a que en su declaración esté presente un abogado, en caso de que no pueda pagárselo le proporcionaremos uno de Oficio.
—No es necesario, no necesito abogado y me declaro culpable del homicidio de Pilar García Ventura.
—Está bien, como prefiera. Ahora por favor, cuénteme lo ocurrido desde el principio. Espere, antes dígame donde se encuentra el cadáver de Pilar García. Enviaré unos agentes a comprobarlo.
—En mi domicilio, la dirección que acabo de decirle.
—Ahora cuénteme que sucedió.
—¿Ahora?
—Creo que será lo mejor.
—Hace bastantes años, yo diría que muchos, en la empresa donde trabajaba me destinaron a las oficinas de una sucursal situada en A Coruña. Por aquel entonces Pilar y yo teníamos una relación sentimental, éramos novios, nos queríamos y deseábamos formar una familia, en una palabra, casarnos. La mañana en que salía con el coche en dirección a Galicia, desayunamos juntos. Ella me pidió tener cuidado en el viaje, y yo prometí llamarla en cuanto llegara, lo haría desde el hotel donde me hospedaría hasta que localizara un piso en la ciudad. Éramos jóvenes. Ambos habíamos conocido a otras personas. Ella era muy guapa sabe, lista, más lista que el hambre, pero sobre todo inteligente, muy inteligente. Eso llamaba la atención de muchos, de su jefe, quien constantemente andaba intentaba llevársela a la cama. En una ocasión no tuve más remedio que entrar a las oficinas, pues desde la calle, donde esperaba a que acabara con su jornada de trabajo en la agencia de viajes donde trabajaba, vi claramente como su jefe le mostraba algo que ella rechazaba y negaba pese a la insistencia del viejo verde. Aquello que me ocurrió no eran celos, solo traté de ayudar a mi novia. El jefe se molestó, ella también. Tuvimos posteriormente una discusión de tono elevado. ¿Sabe? la estaba mostrando un anillo para acariciar los labios vaginales. Cuando lo supe me sentí aún peor. Pero bueno, eso pasó. Volveré al día en que salía de viaje. Toda una odisea. A la salida de Madrid paré para repostar gasolina. Dejé la llave de contacto puesta junto a la de la puerta. Después de llenar el depósito intenté entrar para continuar el viaje, pero la puerta estaba cerrada y las llaves en el interior. Tras mucho forcejeo logré romper una ventanilla trasera y abrir para seguir el viaje. Horas después hacia entrada en la ciudad que me cobijaría algunos años. Me instalé en un hotel, cercano a la plaza de Lugo. Llamé a Pilar por teléfono, como había quedado que haría y alguien de su familia me respondió que no había llegado todavía. Eran, si no recuerdo mal, las diez de la noche. Bajé a tomar un bocado y al cabo de un rato volví a la habitación del hotel. Cada media hora comencé a llamar recibiendo la misma respuesta, la última ocasión con una petición: quien quiera que sea haga el favor de llamar mañana y deje de molestar, es muy tarde. Creo que en efecto eran las dos de la madrugada.
Supongo que me fumé una cajetilla de tabaco completa. No puede dormir. Tras una semana de silencio absoluto, no coincidían mis llamadas con su estancia en casa, logré comunicar con ella.
—¿Que te pasó? —pregunté.
—Nada, no me ocurrió nada.
—¿No puedes decírmelo, tan grave es?
—No, no lo es, pero si te lo dijera te haría daño.
—Lo prefiero, deja que yo calibre si me daña o no.
—Está bien. El día en que saliste, me llamó Esteban, un amigo de la comuna, vino a Madrid a por mí. Rememoramos viejos tiempos y nos acostamos en su hotel.
—¿Eso es todo?
—Te parece poco.
—Desde luego que no. Yo diría que tu actitud y comportamiento refleja que no me quieres, que me has mentido y has sido cruel aprovechando el difícil momento que atravieso por mi decisión de aceptar la propuesta de trabajo en una ciudad alejada de ti, de mi familia y amistades.
—Lo siento. De verdad que lo siento Pablo.
—No te creo Pilar. Discúlpame, debo acabar esta conversación. Quizás deberíamos hablar personalmente mirándonos a los ojos, así calibraría debidamente tu infidelidad y mezquindad.
—Viajaré A Coruña, y te lo explicaré.
—No hay nada más que explicar.
Colgué el teléfono, no quise volver a llamarla, ni saber nada de ella. Tres meses más tarde apareció por las oficinas donde trabajaba. Traía una maleta y al parecer muchas ganas de hablar. Se hospedó en mi casa, por suerte disponía de un dormitorio más. Los diálogos que iniciaba durante el almuerzo y la cena tenían la misma constante, resucitar aquella aciaga noche, que pasé en vela, fumando y preocupado por su falta de respeto hacia nuestra relación, mientras disfrutaba con la presencia y el cuerpo de su amigo. Rechacé uno a uno sus argumentos. El daño producido fue enorme, y revivirlo solo incrementaba un único deseo, que oculté.
Un día, antes de abandonar la ciudad y regresar a Madrid, se introdujo en mi cama en mitad de la noche. Aplicó un recurso, para mi inaceptable, por el precedente. En contadas ocasiones había permitido que durmiéramos juntos, y ahora se prestaba a ese juego a título compensatorio. Estaba molesto, enfadado y no acepté sus explicaciones ni su ofrecimiento sexual. El resultado fue que ella salió de mi cama, de mi casa, de la ciudad y de mi vida. Como ella hizo cada vez que intenté convivir en el pasado. En una ocasión, en un apartamento que alquilé en Madrid, vino a cenar una noche y supuestamente a dormir juntos. El sopor de los escarceos amorosos favoreció que ambos nos durmiéramos. De repente en mitad de la noche, serían las cuatro de la mañana, algo extraño hizo que me despertara. Allí estaba ella, en cuclillas, vestida, mirándome fijamente. Al verla pregunte que hacía, su respuesta: tengo que irme, no puedo quedarme a desayunar contigo. Se fue.
—Veamos señor Domínguez, esto que relata se parece mucho a una novela. De acuerdo que el comportamiento de esa mujer no fue el correcto, pero según deduzco ocurrió hace muchos años. Pero todavía no ha expuesto el motivo o razón para matarla.
—¿Usted cree? Han sido años recibiendo un amplio repertorio de humillaciones, aunque soy un hombre a quien no le cuesta perdonar.
—Pues según veo, no la perdonó.
—Lo hice años más tarde. Retomamos la relación. Sin preguntas, solo vivencias. Nuevas vivencias que al menos me permitieran abandonar aquellos nefastos recuerdos y el daño producido. Sin embargo, algo subyacía en su interior. Una especie de demonio que se complacía haciéndome sufrir. Una tras otra asistí, arropado por un masoquismo absurdo, a cada una de las humillaciones frente a sus amistades, que actuaban y hablaban en un idioma incomprensible para mí.
—Pues lo siento señor Domínguez, pero no acierto a comprender.
—No conseguía apartarme de ella definitivamente. Se mantuvo, aunque esporádicamente, unida a mí, azuzando en cada ocasión mi dolor unido a su desprecio. No me permitía abandonarla, tampoco intentar otra relación menos angustiada, tal vez cercana a la felicidad. Pero no, no fue así.
Suena el teléfono.
—¿Me disculpa señor Domínguez, debo atender la llamada?. ¡Si, al habla el inspector Sancho!
—Inspector estamos en el domicilio que nos indicó el sospechoso.
—¿Y?
—Aquí no hay cadáver alguno.
—¿Está seguro?
—Completamente inspector.
—Bien. Descríbame sucintamente cuanto ve, teniendo en cuenta que no estoy solo.
—Entiendo.
—Estamos en un salón cuyas cuatro paredes están recubiertas de estanterías repletas de libros. En un rincón hay una mesa con un ordenador y diversos papeles encima. Algunas fotos, dos cajas con libros y una copa de cristal con lápices y bolígrafos. Dos dormitorios, ambos con camas de matrimonio. Los armarios solo muestran ropas y zapatos de hombre, así como diversos artículos masculinos. Nada hace sospechar que viva allí una mujer. Igual ocurre con el baño y la cocina, sin muestra alguna de toque femenino.
—¿Entonces me confirma que no existe?
—En efecto inspector, no hay cadáver alguno.
—Gracias. Tomen fotos y regresen a comisaria.
—Enseguida.
—Disculpe señor Domínguez, debía atender a mis compañeros.
—Lo entiendo perfectamente.
—Prosiga, por favor.
—Le decía que no conseguí romper la relación y…
—Señor Domínguez necesito que se acerque temporalmente al momento en que según dijo, mató a Pilar. ¿Cómo lo hizo?
—Positivista. Rechaza lo suplementario y encauza sus preguntas al hecho concreto.
—Así es. Por favor.
—Decidí matarla después de que sistemáticamente se negara a abandonar nuestra relación. Esa especie de amor platónico que ella dibujaba cada día, impidiéndome alcanzar algo de felicidad, el éxito personal, el reconocimiento de los demás. La invité a salir del bucle originario y la hice venir a mi casa. Preparé un almuerzo delicioso, regado con unos vinos de calidad y un postre apetitoso. Hablamos, y al acabar la propuse retozar durante unos minutos, para luego tomar una café y una copa, sentados en el amplio y cómodo sofá. Aceptó. En su taza de café puse el preparado que le produciría problemas respiratorios y palpitaciones. Y así fue, al cabo de unos minutos, sus pulmones comenzaron a bloquearse. Abría la boca buscando con ansia el oxígeno que le faltaba. Creo que comenzó a sospechar y se abalanzó sobre mí, apenas podía articular palabra, solo pude escuchar ¿Por qué? ¿Por qué después de tanto tiempo que he sido tu …? Tomó con fuerza la botella de brandy por el cuello y se atrevió a lanzar un golpe sobre mi cabeza. Lo esquivé. Corrí hasta el rincón donde tengo el ordenador y en un búcaro donde aguardaba un antiguo abrecartas, lo agarré con fuerza y me dirigí hacia ella. Hasta entonces apenas había dado dos pasos. Izó sobre su cabeza la botella de nuevo y en ese preciso instante le clavé el abrecartas en el pecho. La blusa comenzó a cubrirse de rojo, se tambaleó durante unos segundos y cayó cuan larga sobre la alfombra, no sin antes golpearse con la mesa donde reposaban las tazas de café y copas con el brandy. Acababa de matar a Pilar, mi musa. Inspector soy escritor y llevaba más de dos años sin que sus soplos activaran mi creatividad. Lo necesitaba. Soy culpable de matar, soy escritor de novela negra.
© Anxo do Rego. 2020. Todos los derechos reservados.
Visitas: 12