Este relato está dedicado a mi
querida amiga, profesora y escritora Rosario P. Blanco.
Con todo cariño.
Se viaja no para buscar el destino,
sino para huir de donde se parte.
Miguel de Unamuno
Toroza del Valle, población de menos de mil habitantes, está situada como señala su nombre, en el fondo de un valle, rodeada de montañas, de tal manera que solo en verano tienen algo de luz solar, pues en otras épocas del año, dada la inclinación del astro rey, sus rayos rozan de manera inmediata con las elevaciones, e impiden iluminar las casas, enseguida las cubre la sombra de los picos que rodean el valle, excepto cuando el sol está perpendicular al mediodía.
Ni que decir tiene, que en invierno la luz es aún menor y las posibilidades de salir de allí mínimas, por cuanto el frío reina y la nieve cubre la zona en cuanto desaparece el verano. Sus habitantes quedan aislados durante meses, excepto cuando en ocasiones, no siempre y con algo de suerte, cuando acude en su ayuda alguna máquina quitanieves.
La mayoría de quienes allí viven, permanecen en el pueblo todo el año, obligados como consecuencia de mantener vivas sus pretendidas razones de existencia. Labores ganaderas, agrícolas y turísticas tanto en primavera como en verano se lo impiden. Los viajeros que llegan lo hacen convencidos de lograr tranquilidad que no logran en sus latitudes, en sus ciudades, algunos dicen que también lo logra su espíritu. Unos por aprovechar los arroyos infectados de truchas, otros por la caza menor y mayor de la zona que circunda el valle, los más, por evitar el estrés que las grandes ciudades ocasionan. Todos acuden para recuperar conceptos olvidados de silencio y paz, que indudablemente logran en los numerosos establecimientos hosteleros para no apartarse de la calidad de vida que mantienen.
Tiene Toroza del Valle fama de dar cumplida satisfacción a los estómagos. Sus platos llenos, no solo de encantos, también de buenas carnes, verduras y pescados, son reclamados por los visitantes que cada año aumentan hasta cuadruplicar el número de habitantes.
Los escasos habitantes eluden marcharse en esas épocas, pues son sin duda las más beneficiosas, económicamente hablando. Sin embargo, en la mente de todos y cada uno de ellos, existe una imperiosa necesidad, y no es otra que viajar. Aunque solo sean unos días, como mucho una quincena completa, escapar de allí. Año tras año y mes tras mes, comentan entre ellos, durante las reuniones que mensualmente el alcalde celebra con sus vecinos.
—Deberíamos poner un cartel anunciando: Toroza del Valle permanecerá cerrada durante quince días, así todos podríamos marcharnos.
—Todos no, no podemos dejar a los animales sin atender esos días.
—Pues algo habrá que hacer. Propongo que una quincena la mitad de los vecinos se ocupen de los animales y las huertas para que puedan viajar la otra mitad. La siguiente, viceversa. Así podremos vacar todos sin miedo a perder nuestra manera de vivir.
—De acuerdo —señaló el alcalde enfatizando su voz—-, veamos quienes están dispuestos a quedarse la primera quincena y sepan atender a los animales.
—Pues lo echaremos a suertes.
—No. Será mejor elaborar una lista y llevar un protocolo de cuanto hagamos. Tener en cuenta que alguien dijo antes que cerraremos el pueblo quince días, y de esta forma, serán treinta. Luego debemos elegir el mes más idóneo y el que menos nos perjudique.
—Si empezamos así, es posible que no tomemos vacaciones jamás —dijo uno de los vecinos enfadado.
—Calma Joaquín —intercedió el Alcalde— todos tenemos ganas de viajar, salir de aquí una vez al año, pero debemos pensar en nuestras economías.
—Lo sé, lo comprendo y lo entiendo. Pero, vamos a ver. En primavera no podemos, vienen los pescadores. En verano los de la gran ciudad. En otoño los cazadores y por último en invierno los esquiadores. ¿Cuándo decidimos escaparnos?
—Pues cuando menos perdidas puedan provocarnos.
—Escucha Javier, tú no tienes hotel, te ocupas de hacer quesos. Pero yo si lo tengo, cerrar en primavera me haría perder mucho dinero.
—Calma, calma —interviene de nuevo el Alcalde— Veo que las discrepancias pueden llegar a ser motivo de enfado y eso no nos lo podemos permitir.
—No, si no me enfado.
—Mejor. Creo que, si hacemos una consulta democrática, lograríamos saber como pensamos todos.
—¿A qué se refiere, Alcalde?
—Si me permitís, creo que cada unidad familiar debería señalar en una hoja de papel, el mes que más le interesa. Una vez escrutadas las notas, aceptaremos lo que la mayoría decida. ¿Estáis todos de acuerdo?
Primero se oyó un murmullo, luego unas voces mas altas que otras, y al final, un asentimiento general.
—Atender un momento, por favor, guardar un poco de silencio, de lo contrario los que están al final de la sala no podrán escucharme. Gracias. Una vez decidido el mes, cada unidad familiar, mencionará de nuevo sobre otra hoja, que quincena será la elegida para marchar de vacaciones. Después veremos si se ajusta a lo pretendido.
—Un momento Alcalde —señaló uno de los asistentes.
—Adelante.
—Soy Carlos, el hijo del Boquilla. Solo escuché las últimas frases, y estoy de acuerdo, pero con una salvedad.
—¿Cuál?
—Me temo que ninguno de los aquí presentes ha salido de Toroza del Valle en toda su vida. Sabéis que yo si, lo hice porque heredé de mi padre, una fortuna. Durante cinco años estuve viajando por todo el mundo, y puedo aseguraros que no hay mejor cosa, que hacerlo en compañía. Si lo hacéis solos, será la última vez que lo hagáis, os lo puedo asegurar. Necesitáis a alguien con quien comentar lo visto, con quien vivir situaciones nuevas. Que alguien te ayude si ocurre algún percance. No se, infinidad de posibilidades. Además, hay algo todavía más importante. Cada uno de nosotros ve el mundo de diferente manera, los conceptos asumidos son diferentes. A unos les parecerá maravillosa la Torre de Eiffel en Paris, por ejemplo, y a otros les parecerá un montón de hierros unidos. Quiero decir con esto, que, si cada familia viaja a un lugar distinto, después cuando os reunáis al regreso, no podréis disfrutar comentando la visión de cada uno de vosotros.
—¿Propones que viajemos todos al mismo lugar y país?
—Naturalmente.
—¿Qué os parece la alternativa de Carlos? —preguntó el Alcalde.
De nuevo murmullos, unas voces más altas que otras, y por ultimo, asentimiento general.
—Está bien, entonces decidiremos de igual modo, el país al que iremos. Procedamos con la primera de las votaciones.
—A mí me gustaría preguntar algo a Carlos.
—Claro, adelante.
—¿Por qué has vuelto? Si te gusta viajar, tienes tiempo y dinero ¿Por qué decidiste volver al pueblo?
—Es verdad.
—Veréis, lo cierto es que echo de menos a mi patria chica. La bruma que se levanta cada tarde, la poca luz que nos deja el invierno, o como se acortan los días en el valle.
—¿Tienes añoranza?
—Necesidad de encuentro con mis recuerdos de infancia.
—No acabo de entenderlo, eres muy joven.
—No hay nada que entender. Es así de simple. Es más, es posible que marche con alguno de los grupos, cuando salgáis de viaje.
—Estupendo. ¿Dónde nos recomiendas viajar?
—Eso depende que vuestras necesidades.
—Calor, luz y bullicio.
—¿Y nada de cultura?
—Supongo que, en nuestra primera salida, no.
—Entonces os recomendaré Italia.
—¿De los países que has visitado, este te produjo más satisfacción?
—No sé si fue satisfacción, pero si mayor impacto.
Durante dos horas, todos los habitantes de Toroza del Valle, decidieron con sus votos, el mes en que cerrarían el pueblo, luego la quincena que tomarían de vacaciones, y por ultimo el país y ciudad a los que irían.
Eligieron un país mediterráneo, con sol casi todas las horas del día, o al menos las necesarias para no tener que encender las luces de los cuartos donde deberían descansar, tal y como les ocurría en Toroza.
Llegado el momento la mitad de los habitantes del pueblo, hicieron las maletas y se dispusieron a disfrutar de sus primeras vacaciones.
Carlos por su parte, fue responsabilizado por todos para ocuparse de preparar los viajes, como así hizo. Por fin salieron. Los autobuses fueron llegando y ocupando la única explanada del pueblo, frente al Ayuntamiento. Cada familia apareció cargada con maletas y bolsas de viaje, que fueron dejando en el espacio dispuesto para ello en los bajos de los vehículos. Al cabo de un tiempo y un cuarto de hora antes de las ocho, una vez subidos todos, comenzaron a desplazarse. Primero salieron del valle, luego de la provincia y por último del país, en dirección a la luminosa Italia. Durante el camino y a petición de Carlos, los conductores fueron parando en diferentes áreas de descanso con el fin de estirar las piernas e intercambiar opiniones sobre el viaje. Al llegar la noche y dispuestos a cubrir las ultimas etapas antes de entrar a Italia, la mayoría de los viajeros optaron por tomar las capsulas entregadas por el Alcalde, para dormir placidamente. El también lo hizo.
Carlos se despertó cuando el frío llegó a los huesos. Su cuerpo estaba dolorido, la posición incorrecta sobre el asiento del guía, del autobús fue sin duda forzada. Se masajeó las sienes, luego el cuello, y por ultimo las rodillas. La puerta del vehiculo permanecía abierta, y al posar sus ojos en los asientos posteriores, comprobó que no había persona alguna. Bajó y encontró que toda la zona estaba cubierta de nieve. Le extrañó, pues en esa época Italia no suele tener nevadas. Luego se fijó que tan solo estaba el autobús donde él había dormido. Primero pensó que sus compañeros de viaje estarían tomando algún café en el restaurante cercano del área donde habían aparcado. Se acercó y al entrar en el establecimiento preguntó al camarero que permanecía expectante detrás de la barra.
—¿Ha visto a mis compañeros del autobús?
—No entiendo —dijo en una lengua que desconocía.
—¿Puedo hablar con alguien que hable mi idioma?
La respuesta en el mismo idioma le obligó a recorrer la zona hasta encontrar a otro hombre, quien del mismo modo le respondió en idéntica lengua desconocida para Carlos.
Durante unos minutos no supo que hacer. Se adelantó de nuevo hasta la barra y como pudo solicitó un café, que tomo con avidez. Buscó en el bolsillo unas monedas y las extendió sobre la barra con el fin de que el camarero separara el precio de la consumición. Sin embargo, no retiró ninguna. Carlos insistió, y el camarero negó primero con la cabeza y después con la mano. Debió entenderle que no tenia intención de cobrarle, pues recogió la taza y le acompañó hasta la salida, dándole unos golpes en la espalda a titulo de consuelo.
Permaneció en silencio, extrañado. No alcanzaba a comprender donde estaban sus compañeros de viaje. Subió al autobús y recorrió los asientos. Se sorprendió al no encontrar un solo bulto o resto, como indicio del viaje. Nada le decía que allí habían estado horas antes sus compañeros de viaje.
Regresó al restaurante del área de descanso y como pudo, se hizo entender. Necesitaba conectar con la policía, denunciar la desaparición de más de doscientas personas. El camarero al fin dedujo lo que Carlos necesitaba y marcó un número. Con las manos quiso señalarle que en quince minutos una unidad de policía estaría allí.
En efecto, vio aparecer el coche y bajar de él a dos hombres uniformados. Uno de ellos pudo comunicarse con él en inglés, lo que facilitó la denuncia.
—No entiendo. ¿Dice que pararon a pocos kilómetros de la frontera con Italia?
—En efecto, pensamos descansar unas horas sin el continuo movimiento del bus. Según mis cálculos nos separaban muy pocos kilómetros.
—Pero oiga, nosotros no tenemos frontera con Italia. ¿Sabe donde está?
—Lo siento. Disculpe, pero su presencia personal me dice que son europeos.
—En realidad sí, pero esa es una historia que nos llevaría mucho tiempo explicar. Y ahora, dígame, ¿Qué quiere hacer?
—Denunciar la desaparición de mis compañeros.
—Verá señor, según los propietarios del restaurante, ni siquiera oyeron llegar al bus, y aún menos ver a toda esa gente que dice.
—¿Me está insinuando algo?
—Entenderá que dudemos de su palabra.
—Entonces, según usted, ¿se supone que yo conduje el bus? ¿Y que me dice de los otros dos?
—No sé cuál será la explicación, pero desde luego debo creer que no llegó nadie, y usted apareció de manera extraña.
—Está bien. Dejémoslo estar. ¿Podría ayudarme para contactar con mi representación Diplomática, debo informar de la desaparición?
—Lo siento señor, estamos muy alejados de Belgrado.
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Lo que ha oído. Será mejor que hable por teléfono, aunque nos costará algo de tiempo.
—Está bien.
—Eso está mejor.
—Entonces hablaré con mi país. Debo llamar al alcalde de la población de donde salimos. Querrán saber que ha ocurrido.
—¿Por qué esa insistencia en llamar y dar cuenta de la desaparición?
—Soy el responsable de toda esa gente.
—¿De que gente? Veo que esta algo nervioso, venga, tómese un café y charlemos más tranquilamente. Así podrá contarme detalles.
Carlos acompañó al policía hasta una de las mesas del restaurante, pidió sendos cafés y cuando acabaron con ellos, iniciaron la conversación.
—Veamos. ¿Cuándo salieron de su pueblo?
—Hace exactamente dos días. La parada que hicimos marcaba el tercero.
—Exactamente en qué fecha.
—Seis de Septiembre, luego hoy, si no me confundo es 8 del mismo mes.
—Ve, ya vamos aclarando algo.
—¿A que se refiere?
—Debe tener algún problema, o ha sufrido algún contratiempo. Hoy es 15 de Diciembre.
—No puede ser.
—Caramba señor, ¿duda de mis palabras?
—Debo decir que sí.
—Espere, buscaré un periódico del mostrador y le enseñaré la fecha.
El policía avanzó unos pasos, recogió dos ejemplares distintos y con ellos regresó a la mesa donde esperaba Carlos.
—Fíjese, los números son igual que en su idioma, y los meses le escribiré el nombre del mes de Septiembre y luego el de Diciembre, así podrá comprobar.
Cuando Carlos miró, comenzó a sentir un extraño mareo, el policía parecía tener razón. Con ello las preguntas respecto a la situación, comenzaron a martillear su cerebro. Transcurridos unos minutos y sumido en la desesperación por no entender cuanto ocurría, regresó a la realidad. El policía permanecía esperando una señal de Carlos.
—Discúlpeme, tiene razón. Pero no entiendo como he podido llegar aquí después de casi cuatro meses y mis compañeros de viaje desaparecer. Necesitaré hablar por teléfono con mi pueblo, ¿puede facilitarme la llamada?
—Entiendo. Claro, le ayudaré. ¿Qué va a hacer con el autobús?
—Dejarlo, no puedo conducirlo, carezco de licencia para ese tipo de vehículos. ¿Puedo pedirle una nota a titulo de depósito? Alguien se encargará de reclamarlo.
—No creo que haya inconveniente. ¿Piensa volver a su país?
—No lo sé. Debo cambiar mi dinero por el de ustedes. Necesitaría ir a un aeropuerto.
—Le acompañaremos hasta la población más cercana. Allí le daremos las pautas para llegar a un aeropuerto.
—Entonces recogeré mi bolsa de viaje del bus.
—Como quiera.
Salieron del restaurante y avanzaron entre la nieve hasta recoger su bolsa. Abrió el maletero y allí estaba como una isla en el pacifico. Sola, rodeada de nada, la tomó entre sus manos, abrió la cremallera y rebuscó hasta encontrar una bolsa donde llevaba ocultos billetes de curso legal. Luego cerró, pidió anotar la matricula al policía y después, firmar el documento de deposito del vehiculo. Un poco más tarde salía junto a los dos policías en dirección desconocida, camino de una ciudad que tal vez tuviera aeropuerto o estuviera cerca de alguno.
Tardó una semana en regresar a Toroza. Horas y horas de viaje, primero en tren hasta el primer aeropuerto, luego varias escalas, hasta llegar a Viena y cruzar las fronteras, señalando estaba en la Europa conocida. Por fin aterrizó cerca de la capital y tomó un taxi hasta Toroza del Valle.
Lo primero que hizo fue acercarse al Ayuntamiento.
—¿Puede anunciarme a Teofilo Campos? —dijo nada más situarse frente al ordenanza.
—¿Quién es ese señor?
—El alcalde, ¿Quién va a ser sino?
—Disculpe señor, pero el Alcalde se llama, Luis Cantero.
—¿Desde cuándo?
—¿Desde cuándo, que?
—Ocupa el cargo.
—Hace más de tres años.
—Me está tomando el pelo, ¿verdad?
—No señor, siento darle esa impresión.
—Entonces páseme con el señor Cantero.
—¿A quién anuncio?
—Carlos, Carlos Alapuente, vecino de Toroza del Valle.
—Un segundo.
Esperó de pie, aturdido. No podía analizar debidamente cuanto le ocurría. Había dejado días atrás el pueblo junto a doscientas personas, con un alcalde y ahora era Teófilo Campos.
En esas disquisiciones estaba cuando una voz le anunció que el Alcalde esperaba.
—Pase, y siéntese por favor.
—Señor Alcalde, debo pedir disculpas. Algo está ocurriendo y no alcanzo a entenderlo.
—¿A qué se refiere?
—Hace unas fechas, concretamente a finales de Agosto primeros de Septiembre, se celebraron las reuniones acostumbradas con los vecinos de Toroza.
—¿Puedo saber con qué fin?
—Es una especie de asamblea.
—Prosiga por favor.
—Dado que los vecinos no podían tomar vacaciones, el alcalde, acordó una votación para decidir fechas y número de vecinos que saldrían de descanso. Se optó por Italia y lo preparé todo. Sin embargo, extrañamente, hace una semana aparecí junto a uno de los autobuses en una población de Serbia. Lo extraño es que estoy en el mes de Diciembre.
—Pero Carlos, discúlpeme, no estamos en Diciembre, sino en Septiembre, hoy es 16 de Septiembre. Pero continúe por favor.
—Cuando me desperté, mis compañeros y vecinos habían desaparecido con los conductores. No quedó rastro de ellos, me encontraba solo y con un bus vacío. Como pude regresé y estoy ante usted para denunciar los hechos, no quiero problemas.
—Una cuestión previa señor Alapuente.
—Claro.
—¿Se encuentra bien?
—Naturalmente. ¿A qué viene esa pregunta?
—Por si no lo sabe, yo no hago asambleas generales con mis vecinos. Gobierno este ayuntamiento desde hace mas de tres años y jamás se ha planteado salir de vacaciones, tal y como dice.
—Pero, fue una decisión unánime, el entonces alcalde fue el artífice de la votación, como consecuencia de las quejas de los vecinos, que llevaban años sin salir de vacaciones.
—Lo lamento, pero como puede comprender ese es un asunto donde el Ayuntamiento nada o poco tiene que ver. Es una decisión personal de cada vecino y no existe ni debe existir influencia alguna.
—Pero fue así, se lo aseguro.
—Tiene algún detalle que corrobore cuanto dice.
—Si, guardo una relación de los viajeros. Debía ponerlo en conocimiento de nuestra embajada en Italia, por si ocurría algún percance.
—Comprendo. Muéstremela.
Carlos buscó en sus bolsillos, hasta encontrar la relación. La sacó del sobre y sin mirarla la entregó al nuevo alcalde de Toroza del Valle.
—Señor Alapuente. ¿Qué es esto?
—La relación de viajeros, sus datos personales, dirección en el pueblo, teléfono y documento de identificación.
—Lo lamento, pero estas hojas están en blanco, solo tienen unas líneas, pero no hay nombre alguno reflejado. Le repito ¿Está usted bien?
—¿Por qué insiste? Claro que estoy bien.
—Lamento no poder atenderle mas tiempo, tengo una visita esperando y aproveché unos minutos para recibirle. Si me permite, le recomendaría visitar a un especialista en psiquiatría, seguramente podrá diagnosticar la situación que parece sufrir.
—Insinúa que estoy loco.
—No señor, solo que son absurdas sus declaraciones. Nadie ha salido de excursión a Italia, y menos con alguien que dice tener la relación de viajeros y muestra unas hojas en blanco. Dice aparecer extrañamente en Serbia. En fin, señor Alapuente. Lamento su situación, y ahora si no le importa debo seguir trabajando.
—Entiendo. Gracias por atenderme. Me retiro inmediatamente.
Sin despedirse, cruzó el vestíbulo del edificio municipal y salió a la plaza. Su cabeza daba vueltas, no comprendía cuanto sucedía a su alrededor. Se dirigió a su casa. Bajó por la calle de Las Encinas, hasta desembocar en la del Abrevadero. Luego subió unas decenas de metros y paró frente al edificio de cuatro plantas pintado de blanco. Sacó las llaves de uno de los bolsillos, escogió la más larga y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió con dificultad. Atravesó el patio y comenzó a subir a la primera planta. Al llegar se cruzó con una mujer que, al verlo, mostró una mueca de extrañeza. Luego comenzó a llamar a una persona bajo el nombre de Magdalena.
Dejó espacio para que bajara y al atravesar el rellano, vio como un hombre ocupaba su sillón frente al televisor. Entró y sin más preguntó al intruso.
—¿Qué hace usted en mi casa y en mi sillón?
—Disculpe. ¿Quién es usted?
—Carlos Alapuente, propietario de esta vivienda.
—Eso no es posible, el propietario soy yo.
—Lo lamento, debe estar confundido. Esta casa era de mi padre y la heredé cuando falleció. La remocé y pinté de blanco la fachada. El sillón donde está sentado, lo compré personalmente, y el televisor fue de los primeros que se vendieron con pantalla extraplana.
—Puede que tenga razón, señor, pero en realidad hace tres años que compré esta casa con todo su contenido.
—¿Puede decirme que ocurre aquí? Salgo de mi casa hace cuatro días y todos me dicen que han transcurrido tres años.
—No tengo respuesta para esa pregunta. Lo lamento.
—Disculpe. ¿Se ha desecho de la ropa que había en los armarios?
—No, no señor. La empaquetamos para entregarla a una de esas organizaciones que la llevan al tercer mundo, todavía no la han recogido.
—¿Le importa que recoja algo de ella? Me gustaría cambiarme, llevo muchos días sin hacerlo.
—Claro, acompáñeme. Le diré a mi mujer que le prepare el baño, así podar asearse, si quiere.
—Muchas gracias, muy amable. Es la primera persona del pueblo que no me tilda de loco.
—¿Por qué razón?
—Salí hace unos días camino de Italia con vecinos del pueblo, como responsable de todos ellos. Así se convino. Pero me quedé dormido en el bus, cuando a punto estábamos de entrar en Italia, desperté en Serbia, solo y en el mes de diciembre. No entiendo nada. Luego el alcalde no es el mismo y dice que lleva tres años.
—¿Quién, Luis Cantero? En efecto, lleva ese tiempo de alcalde.
—Pues cuando me marche el alcalde era Teófilo Campos.
—Le vendrá bien descansar. Es posible que esté fatigado con el trajín de su viaje.
—Tiene razón. Muchas gracias. En cuanto acabe iré a buscar un sitio donde dormir. Mañana lo veré todo mejor.
—Es posible.
El nuevo propietario de su casa le acompañó hasta la habitación donde tenia amontonada su ropa. Extrajo un par de trajes, camisas y ropa interior, el resto lo dejó pendiente de retirarlo al día siguiente. Luego le entregaron sus toallas, pasó a su cuarto de baño y al acabar de vestirse se despidió atravesando el portal de su casa.
Caminó hasta el hotel de su antiguo amigo Fidel, uno de los que se negaron a viajar durante la asamblea. Consideró mas oportuno abandonar la idea de tomar vacaciones.
—Buenas tardes —señaló nada más entrar.
—Hola, buenas tardes, – respondió una joven a titulo de recepcionista.
—¿Puedo ver a Fidel?
—¿Qué Fidel?
—Caramba, el propietario del hotel.
—Lo siento, pero el propietario es mi padre, y no se llama así.
—Bueno, es lo mismo. Déjelo, me conformo con una habitación para esta noche. ¿Puede ser?
—Naturalmente señor, déjeme su carné para cumplimentar la ficha. Caramba, vive usted aquí en Toroza.
—Así es, desde hace años.
—Pues no le conocía. ¿Ha estado fuera?
—Creo que el pueblo es el que ha estado fuera, yo solo lo hice un par de días, pero según creo han sucedido cosas extrañas. Pero eso es algo que no creo pueda interesarle.
—Le daré la habitación 310, da a la montaña, tiene muy buenas vistas.
—Gracias.
Tomó en sus manos la llave metálica y se dispuso a subir en el ascensor hasta la planta tercera. Cerró y no volvió a salir siquiera para cenar. Se metió en la cama y durmió hasta las nueve de la mañana del día siguiente.
Su estomago reclamaba algo solidó para desayunar. Se duchó, cambio de ropa y bajó a recepción a preguntar la situación del restaurante del hotel. Se digirió al mostrador, puso la llave sobre él y al notar su presencia, un hombre de su edad aproximadamente se volvió.
—Pero hombre, Carlos, ¿Qué haces aquí? Te creíamos en Italia.
—¿Fidel?
—Naturalmente.
—Perdona, pero anoche me dijeron que ya no eras el propietario.
—Te habrán gastado una broma. Como no voy a ser propietario. Lo he sido toda mi vida, y no tengo intención de cederlo. ¿Te ocurre algo?
—Ya no sé lo que me ocurre. También creí que estaba en Italia, pero aparecí en Serbia. Ya sabes salí con lo autobuses hacia allí y no sé qué pudo ocurrir. Todos desaparecieron, me dejaron solos. Creo que me estoy volviendo loco.
—No hombre no. Estarás cansado. La verdad, esperábamos que te mantuvieras allí quince días. Según noticias de algunos, están ahora en Milán, pronto saldrán de allí, de regreso.
—Disculpa, no entiendo nada. He debido dormir mal.
—Eso iba a preguntarte, ¿le ha ocurrido algo a tu casa? No trato de criticarte, pero venir a dormir a mi hotel, teniendo una casa tan grande como la tuya, es difícil de entender.
—Para mí también. Ayer cuando entré en ella, tropecé con gente que vivía en ella. Al parecer alguien la compró, por lo que dijeron ya no es de mi propiedad.
—Qué raro. Ven, te acompañaré. Avisaré a Adela para que atienda el hotel.
—Espera Fidel, debo desayunar antes, anoche no cené y tengo el estomago vacío.
—Lo siento, perdona.
Ambos entraron en el restaurante. Carlos desayunó fuerte y Fidel le acompañó con un café. Luego abandonaron el hotel y se dirigieron a casa de Carlos. Al llegar pulsó el timbre de entrada, pero nadie acudió a abrir. Ante la insistencia de Fidel, echó mano de la llave metálica y larga, la introdujo en la cerradura y giró tres veces. La puerta se abrió. Todo parecía estar del modo en que lo dejó poco antes de partir para Italia y no precisamente como el día anterior. Subieron a la primera planta, recorrieron las habitaciones, incluso el vestidor, donde abrió los armarios y encontró toda su ropa colocada, colgada. En los cajones los accesorios, ropa interior y demás utensilios.
Carlos se sintió mal, se cerebro no analizaba debidamente cuanto veía y comparaba con lo sucedido el día anterior. Se tambaleó y gracias a Fidel, no cayó al suelo. Le ayudó a sentarse en su sillón, el situado frente al televisor extraplano. Se desabrochó la camisa y espero unos minutos para recuperarse. Poco después se levantó e invitó a Fidel a visitar al Alcalde.
—De acuerdo. Vamos. Si lo consideras oportuno. Pero seguro que se preguntará lo que yo. Deberías estar en Italia con los viajeros.
—No importa, debo aclarar debidamente todo esto, o me volveré loco.
—Vamos.
Ambos hombres recorrieron la distancia hasta la plaza del Ayuntamiento. Cuando Fidel quiso hablar con un conserje para pedir que el alcalde los recibiera, Carlos le solicitó esperar.
—Disculpa, si no te importa preguntaré yo.
—Claro.
—Verá —dijo dirigiéndose al conserje. ¿Es usted nuevo aquí? ¿Dónde está el que ocupaba su puesto ayer?
—Solo hay uno. Nadie me sustituyó. Llevo en el Ayuntamiento más de quince años. ¿Es que no me reconoce señor Alapuente?
—Lo siento, no. Ahora podría decir a Luis Cantero, si puede recibirnos.
—¿Quién es ese señor?
—Por supuesto el alcalde, ayer hablé con él.
—Debe estar equivocado, si no ha cambiado su nombre, se llama Teofilo Campos. Ha revalidado su titulo de Alcalde en cuatro ocasiones. No ha dejado de serlo desde hace catorce años.
—Bien. Pues dígale, si puede recibirnos.
—Ahora mismo.
En solo dos minutos fueron llamados a presencia del Alcalde.
—Perdona Carlos —dijo con palabras serias Teófilo Campos— te creía en Italia con los tres autobuses llenos de convecinos.
—Lo siento, pero el hecho de estar aquí obedece a unas circunstancias ajenas a mí. Intenté llamar desde Serbia, pero fue imposible. La policía me llevó hasta una estación de tren para viajar hasta el aeropuerto más cercano.
—No entiendo.
—Se lo explicaré —Lo hizo durante más de media hora.
—No entiendo lo que comentas de mi sustituto como alcalde. La desaparición de tus compañeros que sabemos a ciencia cierta no es así, puesto que han hablado por teléfono con ellos, se encuentra todos en Milán, de vuelta, camino de Toroza, donde esperan llegar el martes. Si han dicho que desapareciste al tercer día. Al parecer pararon en un área de descanso antes de entrar en Italia, para dormir y al despertar no te encontraron. Decidieron seguir con el viaje. Creyeron que no los soportabas.
—Pero, el autobús donde íbamos apareció en Serbia, puedo jurarlo. Mi bolsa estaba en el maletero, si bien de ellos no había nada allí. ¿Y que me dice de la venta de mi casa? Se lo expliqué a Fidel. Eran un matrimonio con una hija llamada Magdalena. Mi ropa estaba amontonada en una habitación, pendiente para su entrega a una organización. Eso si, fueron muy amables, me permitieron coger algo de ropa y dejar que me aseara.
—Lo siento Carlos, no soy psicoanalista, pero se de alguien que podría ayudarte. Le llamaré y puede que mañana venga a Toroza y hable contigo.
Se despidieron del alcalde y caminaron de nuevo hasta su casa. Allí Fidel se despidió.
—Creo que deberías descansar. Sin duda tienes algún tipo de stress. No soy quien para recomendarte algo, pero tal vez deberías tumbarte, comer algo y pasar el día en tu casa. Será lo mejor. Hablar con los vecinos, tal vez te provoque más problemas. Tu fuiste quien abonaste la tesis de salir de vacaciones y ahora ellos están fuera y tu aquí.
—Quizás tengas razón, compraré algo de comida, un periódico y me refugiaré en casa.
—Te veré mañana.
—Adiós, Fidel y gracias por tu ayuda.
Carlos caminó hasta una tienda para comprar algunos alimentos y bebidas. Antes de salir pidió un periódico del día y no tuvo suerte, al parecer se habían agotado todos. No importa — se dijo— me conformaré con las noticias en la televisión.
Tampoco tuvo suerte, apenas pudo ver imágenes, se amontonaban indescriptiblemente, por lo que abandonó la idea de informarse, se retrepó en el sillón y esperó a que las horas pasaran con calma.
Eran las siete de la mañana cuando los golpes en la puerta y el timbre eléctrico resonaron en sus tímpanos desagradablemente.
—¡Voy! —gritó repetidas veces.
—Carlos, abre por favor, —oyó decir a una voz conocida.
Bajó y al abrir, se encontró con Fidel, el alcalde y cuatro hombres más.
—¿Pero bueno Carlos, no piensas salir de viaje?
—¿Qué? ¿Qué decís?
—La gente está esperando en la plaza. Están todos sentados, han cargado sus maletas, solo faltas tú.
—Un momento. No puede ser. Ya he salido de excursión.
—¿Estás de broma?
—Tal vez vosotros lo estéis.
—Vamos a ver. Hoy es 6 de Septiembre, quedaste que a las seis y media estarías aguardando a los autobuses con la lista de los viajeros y salir para Italia, a ser posible antes de las ocho.
—¿Qué dices Fidel?
—Es seis, fecha de salida del primer grupo de vecinos.
—Veamos —dijo tras ponerse la mano en la frente— Ayer estuve con vosotros, os comenté lo ocurrido hace unos días, que aparecí en Serbia y sin embargo, ahora me decís que todavía no he salido de viaje. Creo que definitivamente me estoy volviendo loco.
—Seguro que anoche te acostaste cargado. ¿Cuántas copas tomaste?
—Ninguna. No pude leer el periódico, ni ver la televisión, estaba estropeada. Cené y me acosté.
—Pues el plato debió sentarte mal. Anda, vístete, coge tu maleta. Te acompañaremos, la gente espera y se pone nerviosa.
—De acuerdo, un minuto, no tardo nada.
Carlos subió con rapidez las escaleras, llenó la misma bolsa con algo de ropa, introdujo unos billetes en un bolsillo oculto en unos de los laterales y bajó al encuentro de sus vecinos.
—Cierra, cierra con llave, estarás al menos quince días fuera.
—No estoy seguro de lo que me ocurre. Por favor, Fidel, ¿puedes ayudarme? Necesito saber en que día vivo.
—Vayamos a tomar un café al bar de la plaza, allí tienen periódicos, tendrán la tele puesta.
—De acuerdo. Vamos, pero algo me ocurre.
—Venga, el viaje te vendrá bien.
El alcalde se marchó para avisar a los viajeros que en cinco minutos estarían dispuestos para salir. Fidel se acercó con Carlos al bar donde, revisó varios periódicos donde figuraba la fecha. Incluso tomó los deportivos que llegaban de Barcelona y Madrid. El televisor hablaba de los sucesos del domingo día 5 y los proyectos periodísticos para el resto de la semana. Ojeó la prensa, tomó el café y salió algo más tranquilo.
A las ocho menos cuarto los tres autobuses salían de la plaza del Ayuntamiento con Carlos sentado en el asiento del guía de uno de ellos. No obstante, en su cerebro algo le decía que aquello ya lo había vivido, se repetía de nuevo.
Primero salieron del valle, luego de la provincia y por último del país, en dirección a la luminosa Italia. Durante el camino y a petición de Carlos, los conductores fueron parando en diferentes áreas de descanso con el fin de estirar las piernas e intercambiar opiniones sobre el viaje. Al llegar la noche y dispuestos a cubrir las ultimas etapas antes de entrar a Italia, la mayoría de los viajeros optaron por tomar las cápsulas entregadas por el Alcalde, para dormir placidamente. El también lo hizo.
Se despertó asustado, con el cuerpo dolorido, y con frío en todo su cuerpo. Miró los asientos y los encontró vacíos. No había nadie. La puerta abierta, le invitó a salir. Nada más hacerlo sintió la nieve cubrir los zapatos.
Esto ya lo he vivido—se dijo tras comprobar que solo había un autobús—. Avanzó hasta el restaurante y de nuevo no se hizo entender, el eslavo serbio-croata, no era un idioma que dominara. Se hizo entender por señas, pidió un café y extrajo las monedas para pagar. Igual que la vez anterior, en su cerebro asaltaban idénticos momentos. Un cuarto de hora después apareció el mismo coche de policía y dentro los mismos agentes, uno de ellos hablaría con él en ingles. Horas más tarde, tras intentar convencerles que aquello ya lo habían vivido, hecho que negaron los policías, hizo el mismo traslado en tren hasta el aeropuerto, escala en Viena y regreso a Toroza.
Todo igual, las mismas situaciones, los mismos hechos y en las mismas fechas. Su casa ocupada por el matrimonio, un nuevo Alcalde, distinto propietario del Hotel de Fidel, e idénticas conversaciones con los mismos personajes.
No sabia que hacer. El mundo parecía estar loco. Con esfuerzo y en un intento por no perder el raciocinio, optó por esperar, comprobar que todo volvería de nuevo al día previo a la salida del viaje. Como así ocurrió. Una noche durmiendo en su casa y de nuevo los mismos hombres golpeando la puerta exigiéndole su presencia en la plaza para salir de viaje junto a tres autobuses repletos de gente del pueblo hacia Italia.
Solo le faltaba darse pellizcos para comprobar que todo aquello no era un sueño, aunque tenía trazas de ello. Quizás una pesadilla. No entendía el bucle en el que se veía inmerso.
Algo debió suceder en el tercer viaje del ciclo. En aquella ocasión el tren se adelantó, tomó otro avión y no precisamente a Viena, directamente a la capital, sin escalas, lo cual le permitió llegar a Toroza con varias horas de antelación, según venia repitiéndose.
Carlos pidió al taxista parar a tres kilómetros del pueblo. Pagó la carrera y observó desde una de las azoteas previstas para admirar el valle, lo realmente bonita que era la zona. Desde allí podía ver como destacaba su casa blanca de cuatro plantas, herencia de su padre.
Siempre quiso entenderle. Fue un hombre atípico. Mientras sus convecinos solo vivían para trabajar, Carlos Alapuente padre, se dedicaba a viajar esporádicamente, buscar nuevos incentivos a su vida, y desde luego no permanecer anclado en aquel lugar. Muy bonito, bucólico, pero exento de vida privada. Antes de morir supo de sus propios labios que no era querido por sus vecinos, siempre le hicieron la vida imposible, pues le envidiaban por saber compaginar la obligación con el entretenimiento. Quiso, y así lo ofreció a sus vecinos, regalarles la formula de su éxito. Crear una empresa para controlar todos sus negocios, tener siempre a alguien dispuesto a trabajar, pero descansando los obligados días. Como él hizo a partir de entonces. Mientras el quintuplicaba sus beneficios, el resto de los vecinos se las veía y se las deseaba para acabar el ejercicio con algo de dinero. Poco a poco, para ayudarles, tuvo que ejercer una formula, comprar sus negocios y dejar a sus antiguos propietarios al frente de ellos. Antes de perder el conocimiento le dijo: Hijo, no te fíes de nadie del pueblo. Las apariencias engañan.
Volvió a fijarse en el valle. Siguió caminando y como todo parecía haberse salido del guión, esta vez quiso entrar en el pueblo por la parte norte, dando un rodeo por el valle. Se caló un gorro de lana, comenzaba a caer el sol, y caminó como cualquier turista, agenciándose una buena estaca donde apoyarse. Cambió de calzado y comenzó a respirar con fuerza.
La primera sorpresa fue encontrar a uno de sus convecinos viajeros, trabajando en la huerta, se miraron, pero no pudo reconocerlo. Después avanzó y sin quererlo se escondió tras unas olvidadas gafas de sol. Lo hizo en dirección al primer bar que encontró. Allí también reconoció a dos de sus convecinos que supuestamente estaban de viaje. No lograron reconocerlo, dada la vestimenta. Sobre el mostrador encontró dos periódicos deportivos y algunos más de la provincia, incluso uno a nivel nacional. Era lunes 20 de Septiembre. Tomó un café solo, no era lo acostumbrado, pagó y se deslizó por las callejuelas. No se atrevió a entrar en la plaza del Ayuntamiento, pero vió al alcalde Campos conversando con el alcalde Cantero, casi le invitaron a permanecer allí.
Estaban parados cerca de uno de los soportales de la plaza porticada. Sin que le vieran, se acercó escondiéndose tras los arcos y cuando comenzó a escuchar la conversación que mantenían, se paró bajo las sombras.
—Bueno, dentro de poco te toca hacer de alcalde de nuevo—dijo Teófilo Campos.
—¿Hasta cuándo vamos a estar con este juego?
—Dos veces más y todo acabará.
—No me gusta. Estoy seguro de que algo puede fallar.
—Calla, no sigas. Está todo controlado, Fidel y el resto de los vecinos están colaborando. Además, el costo del trabajo lo estamos pagando entre todos.
—Lo se Teófilo, pero insisto en que existe peligro —respondió el alcalde Cantero.
—Tranquilo, te repito que está todo controlado. El ultimo día, aparecerá la psiquiatra, tal y como le dijimos, dictaminará su enajenación mental y todo habrá acabado. Tiene cerca de Toroza una ambulancia preparada.
—¿Que dice Fidel de todo esto?
—No lo sé por eso nos ha citado. Le esperaremos unos minutos, como siempre.
Al cabo de unos minutos Fidel, apareció con dos vecinos más. La cara de los tres desencajadas y los nervios, a flor de piel.
—¿Qué ocurre? – preguntaron los Alcaldes.
—No lo sé, pero nos han llamado de Serbia, que hubo un problema y no han podido controlar a Carlos en Viena. Los vigilantes le han perdido.
—¿Y dónde se supone que está ahora?
—No lo sabemos. Por eso os he querido informar personalmente.
—¿Existe algún peligro?
—Supongo que no, pero es posible que debamos abandonar los dos siguientes viajes y pasar al plan de la psiquiatra, ya. Los abogados y notarios están preparados. Nos esperan el 23 para firmar los documentos de transmisiones.
—Te vemos muy seguro.
—Desde luego.
Al cabo de unos minutos el grupo se deshizo, cada uno fue camino de su posición en la obra de teatro iniciada el auténtico día 6 de Septiembre. Por su parte, Carlos Alapuente agradeció la suerte que el viento le trajo aquel día. Sin pensárselo más, decidió abandonar Toroza del Valle para siempre. Sin embargo, antes debía hacer algo. Como pudo, ocultándose de cualquier vecino que pudiera cruzarse, logró salir del valle y acercarse a la carretera nacional que le llevaba a la capital.
La suerte continuaba aliada con él. Una joven al verle caminar con el cayado y la bolsa sobre su espalda, despacio y con signos de cansancio, se apiadó y le invitó a subir.
—¿Dónde se dirige?
—A la capital.
—Pues tiene unas horas antes de llegar y es muy tarde. No seria mejor subir, yo también me dirijo a la capital. Le llevaré.
—Muy agradecido, la verdad estoy algo cansado de tanto caminar.
—¿Lleva mucho tiempo haciéndolo?
—Desde el día 6.
—¿Qué hace?
—Cumplir con algo que prometí a mi padre.
Continuaron conversando hasta llegar a la ciudad. Una vez allí, Carlos vió el cartel de un hotel y pidió a la mujer, Laura Castejón, dejarle allí mismo. Pararon.
—Puedo invitarle a una bebida, si le apetece.
—Gracias, pero yo también estoy cansada. Necesito recuperarme y recomponer mis ideas. He dado recientemente un paso, y la verdad, no me gusta nada.
—¿Por qué no me lo cuenta mientras no tomamos un café?
—Está bien, Carlos.
Reservó una habitación y regresó a la cafetería donde había dejado a Laura.
—Bien, soy todo oídos.
—Gracias. La verdad necesitaba hablar con alguien de este asunto. Me trae de cabeza.
Comentaron durante cerca de una hora. Carlos escuchó atentamente los detalles y al final sopesó que aquella mujer no acudiría a la cita prevista al cabo de dos días.
Se despidieron con afecto. Quedaron en verse al día siguiente al caer la tarde, lesolicitó Carlos. El tenía mucho que hacer.
Durante la mañana recorrió oficinas bancarias, despachos de abogados y Registros Oficiales. Al acabar, recogió la ropa encargada a primera hora y se refugió en la habitación del hotel para acabar con el plan urdido.
Cuando al caer la tarde apareció en la cafetería, Laura no le reconoció.
—Caramba. Estás desconocido, así vestido, con traje, afeitado y perfumado, pareces otra persona.
—La apariencia dice mucho de la personalidad de un hombre. Ayer cuando me recogiste no sabias de mi absolutamente nada. Hoy pese a ello, descubrirás algo importante.
—¿A qué te refieres?
—Escucha con atención.
Durante mas de media hora, Carlos explicó con todo detalle, la conspiración que fue objeto, incluso la posible certificación, de su posible enajenación mental, para solicitar su incapacidad para continuar con sus negocios.
—Entonces tu eres la persona que …
—En efecto.
—Menos mal que sin saber quien eras, dije haberme retractado de cuanto pensaba hacer por dinero. ¿Qué piensas hacer conmigo? ¿Me denunciarás?
—Debería, aunque tal vez podrías ayudarme, esta vez declarando a mi favor ¿estas dispuesta?
—Naturalmente. Aunque es posible que más adelante deba buscar otro tipo de trabajo.
—Ya hablaremos de eso. Ahora localiza en tu despacho cuanta documentación tengas sobre el asunto. No te preocupes por lo demás. Vamos, te invito a cenar en un estupendo restaurante que he visto cerca de la Plaza del Mercado.
—Gracias, Carlos. No lo olvidaré.
—Yo tampoco.
Cenaron, se despidieron, pero volvieron a verse al día siguiente y durante la semana, y así durante meses.
Mientras tanto la vida continuó tal y como había previsto Carlos, con ciertos altibajos, pero controlados. Dio orden a sus abogados para retirar todas sus pertenencias de la casa con el exterior pintado de blanco de Toroza del Valle. No volvió a pisar la población hasta un año después. Lo hizo acompañado de Laura Castejon, con quien se había prometido.
Un coche negro, con los cristales tintados, aparcó en la plaza del Ayuntamiento, frente al edificio municipal. El conductor bajó para abrir la puerta a Carlos Alapuente y su prometida, a quien este ayudó para salir del vehiculo.
—Ven, te enseñaré todo el pueblo, luego recorreremos el valle, es muy bonito. La casa de mis padres, donde nací, luego los negocios de mi padre. En realidad, todo el pueblo. Soy el dueño de todo el pueblo. Ahora no vive nadie, o casi nadie de aquellos que conspiraron contra mi.
—¿Qué hiciste? ¿Es buen momento para contármelo? O ¿harás como todo este tiempo atrás?
—Perdona cariño, pero fue mucho el daño que me hicieron y podrían haberme hecho, no quería preocuparte más de lo debido.
—Entonces, dime que has hecho ahora.
—En realidad nada. Solo cancelar los contratos que ofrecidos por mi padre a todos los conspiradores. Los hoteles no tenían dinero para subsistir, los ganaderos tampoco supieron avanzar tecnológicamente, como los fabricantes de quesos. Vivian en un sueño, de algo que no era propio. Solo algunos se mantenían viviendo y a costa de los demás, tapados por el alcalde. Ya sabes, querían declararme incapaz y así retrotraer sus bienes y patrimonios, pero no lo consiguieron. Ahora incluso el alcalde, a quien han inhabilitado, se han marchado de Toroza del Valle. Pero ellos no tienen la culpa de que una población como esta sufra. He pedido a un grupo inversor se acerque para ver su situación. Voy a venderles el pueblo. Quieren estructurarlo todo desde el punto de vista turístico. Creo incluso que quieren poner un Helipuerto para no tardar en ir y venir al aeropuerto. Tienen intención de ampliar la carretera que enlaza con la general. Este será el último día que pise Toroza del Valle. Así que si quieres disfrutar de cómo era hasta hoy, sígueme.
Laura tomó la mano de Carlos y comenzaron a caminar para salir de la plaza del Ayuntamiento. Algunos vecinos al encontrarse con ellos, les saludaron al reconocerlos, otros sin embargo nada más verlos se escondieron en sus casas o establecimientos de negocio que solo regentaban, ya que carecían de titularidad. Como el resto de los vecinos que huyeron bajo la vigilancia de un numeroso grupo de policías a petición de un Juez de Instrucción de la Capital.
Fidel se suicidó a los tres días de ser detenido. Su mala conciencia no soportó aquella situación. Los viajeros que sucumbieron a las peticiones del grupo dirigente fueron condenados a pagar una multa elevada y al no poder hacerlo, guardaron unos meses de silencio en prisión. Los alcaldes, el auténtico, fue inhabilitado y condenado a tres años de cárcel. El otro, sin la inhabilitación, al mismo tiempo para que no estuviera solo el primero.
Carlos Alapuente no volvió jamás a visitar Toroza del Valle, ahora convertida en una población fantasma, tal vez en un parque temático, donde los quesos son importados, los vinos y resto de platos típicos también, incluso han puesto un McDonalds y en todos los sitios se bebe coca cola, la gente parece muy feliz. Los beneficios aumentan cada año y por supuesto el matrimonio compuesto por Carlos y Laura, disfrutan de una vida tranquila, sin sobresaltos, al sur del país, donde la gente es más sencilla y alegre, y sobre todo, hay sol.
Fin de UNA COMUNIDAD VIAJERA
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