Rasgo el sobre y saco una carta mecanografiada. La leo lentamente. Sonrío y la dejo sobre la mesa.
Desayuno. Limpio unos zapatos negros y voy en busca del único traje que tengo, uno negro. Abro el cajón de la mesilla, tomo el arma con mi mano derecha, la observo y palpo para después ponerla en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, junto a la carta.
La cita es a las doce en punto. Me acerco hasta un mostrador en la planta sexta.
—¿El director? Tengo cita con él, he recibido una carta, véala —digo mostrándola.
—Pase, es aquella puerta —me indica.
Detrás de una mesa veo a un hombre orondo. Sin saludar le pregunto.
—¿Firmó usted esta carta?
—Supongo que como todas —me responde con displicencia.
Saco la pistola, le apunto y señalo imperativamente.
—Vaya hasta la ventana y ábrala.
Se levanta y camina asustado.
—Ahora súbase al poyato y láncese al vacío ¿o prefiere un disparo?
—¿Por qué? —pregunta balbuceando.
—Mi mujer murió hace dos años, ya no nos hace falta la ayuda monetaria ni la cita para el especialista que pedimos hace tres y ahora autoriza.
El hombre orondo se deja caer. Veo su cuerpo inmóvil en la acera. Está muerto. Ahora saltaré yo, ya nada me importa.
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