Para ti, mi inspiración.
La más feliz de todas las vidas
es una soledad atareada.
Voltaire.
Alfonso Ruiz Morata, es un joven entusiasta, nada convencional, trabajador, con un amplio círculo de amistades y dos amigas íntimas, Alicia y Ana. Ambas pendientes de una solución a corto plazo. Aún no ha logrado decidirse cuál de ellas formará parte de su futuro. Alfonso es lo que algunos dicen, un hombre con este tipo de suerte en la vida.
Dispone de un piso antiguo completamente remozado en la zona de Alonso Martínez, de Madrid. Una última altura haciendo esquina a dos calles, con una cúpula acabada en un pararrayos. Un contrato con una empresa de servicios le permite mantener en perfecto estado de revista tanto las habitaciones, como su ropa. Como señalaba antes, sin duda alguna un hombre afortunado.
Un suceso está a punto de cambiar su futuro que cambiará su estado de ánimo, humor y deseos. En realidad, sufrirá un cambio tan radical en su vida, que no advertirá, ni siquiera imaginará.
El reciente cansancio aparecido desde hace unos días, le impide mantener su ritmo de vida diario. Decide visitar al médico de la empresa aseguradora a recomendación de sus compañeros y amigos. Todos, o la mayoría, opinaban que tal vez obedecía al intenso trabajo, quizás, a una falta de vitaminas, sin embargo, la realidad era otra. La doctora que le atiende, tras comprobar ciertos aspectos, recomienda realizar un amplio abanico de análisis con el fin de diagnosticar con la máxima exactitud.
Aquella tarde, tras almorzar con Alicia Duende, se acerca a la consulta de la doctora Tranza para recoger los resultados de las analíticas. Aparca el coche cerca de la consulta, se presenta frente a la puerta con un rótulo dorado y pulsa el timbre.
—Adelante señor Ruiz, la doctora le espera.
—Muchas gracias.
Segundos después.
—Alfonso, adelante, siéntate, por favor.
—¿Tienes mi diagnostico?
—Desde luego. Iré a ello inmediatamente. Tienes una hepatitis epidémica, tipo A. Débil, pero hepatitis, al fin y al cabo.
—¿Cómo he podido coger tal enfermedad?
—Por contagio, seguramente.
—Pero ¿Cómo es posible?
—No lo sé, es algo que no puedo averiguar. Pero una de las fórmulas más normales de contagio, son las relaciones sexuales —dice con tono sarcástico mirando a los ojos de su paciente— Si descartamos esa posibilidad, lo lógico será pensar que habrá sido como consecuencia de algún alimento en mal estado, contaminado por el virus, marisco, pescado o similar, en algún restaurante. ¿Has estado últimamente en algún restaurante de segundo o tercer orden?
—Es posible. ¿Qué me propones, doctora?
—Normalmente te recuperarás pronto, en pocas semanas. Eres un hombre fuerte, aunque deberás seguir algunas indicaciones.
—¿Cómo cuáles?
—Olvidar tu trabajo en primer lugar. Luego guardar cama durante varios días, sin compañía claro. Ser estricto, de lo contrario se ampliará a semanas. Debes seguir una dieta rica en proteínas y pobre en grasas, de esa manera el nivel de las transaminasas en sangre irá disminuyendo. Las recomendaciones están reflejadas en el informe. Toma —dice ofreciéndoselo.
—Esto me parece sumamente extraño.
—Lo iremos viendo. Dentro de unas semanas volveré a realizar otra analítica y comprobaremos la situación. No temas, supongo que en un mes estarás de nuevo en la cúspide de tu vida. Ahora te recomiendo beber abundante líquido, agua o zumos y rechazar por completo las bebidas alcohólicas, al menos hasta que te hayas restablecido por completo. Te recetaré una serie de medicamentos que aliviarán los síntomas de cansancio, te ayudarán a sentirte mejor. Y por favor no tomes analgésicos ni tranquilizantes.
—No tengo intención de hacer nada que no me hayas recomendado.
—Perfecto, a finales de mes volveremos a vernos. Verás cómo estás restablecido. Ahora espera un momento, firmaré las recetas y podrás irte a casa. Junto a los dos medicamentos que figuran en las recetas, llévate estas otras, son las que te harán sentirte bien. No dejes de tomarlas.
Alfonso resuelve volver a su casa inmediatamente, no tiene más remedio que llamar a Alicia. Ha quedado para cenar al salir de la consulta. La llama.
—Alicia, disculpa, acabo de salir de la consulta me han diagnosticado hepatitis A. Supongo que deberías ir a tu médico, por si te he contagiado. Deberemos suspender nuestra cita, y por supuesto no podré verte en un mes aproximadamente, me han pedido mantenerme en casa descansando. Lo lamento.
—Gracias por advertirme. Sé que no es grave, pero me haré un análisis. Llamaré en cuanto sepa algo, y para saber cómo lo llevas tu.
—Me alegra que lo entiendas.
—¿Te ha recetado algo para acabar con la enfermedad?
—Por supuesto, pero aún no he retirado los medicamentos de la farmacia. Lo tengo todo en un sobre
—Si te parece voy a tu casa, te lo recojo y voy a por ellos.
—De acuerdo, gracias.
Aguantó el resto del día como pudo, realizó una serie de llamadas telefónicas, dando instrucciones a cuantos tuvieron relación directa con él, recomendándoles hacerse las pruebas pertinentes, por si habían sido contagiados. Del mismo modo llamó a la empresa de servicios contratada, a fin de que no aparecieran por su casa hasta nueva orden, y, sobre todo, realizarse las analíticas necesarias. Alicia estuvo unos minutos con él, le entregó las recetas y poco después regresó con los medicamentos. Los puso sobre la mesilla de noche del dormitorio principal.
Por la mañana Alfonso llama al director general de su empresa y le comunica su situación.
—De todas formas, si necesitáramos algo de ti, podemos comunicarnos a través del ordenador. Te recomiendo mantenerlo encendido
—Claro.
—Lo importante ahora es que descanses y te repongas cuanto antes.
—Gracias Mauricio.
—Ya sabes, si necesitas algo, te recuerdo que además de ser tu jefe, también soy tu amigo.
—Te repito mi agradecimiento. Ahora el cansancio me reclama.
—Claro, claro.
Hace otra llamada, esta vez al supermercado de donde se abastece. Establecen que los pedidos los dejarían en unas cajas frente a la puerta de su domicilio. Se siente aliviado. Según las palabras de la doctora, esperaba que solo fuera un mes. Ahora solo desea iniciar el proceso de recuperación. Recuerda las recomendaciones sobre alimentación. Se pone ropa cómoda y se dispone a confinarse en su casa durante un mes.
No levantarse temprano le hizo sentirse extraño. Estaba acostumbrado a oír el despertador cada mañana a las seis y media, ponerse un chándal, una cinta en la cabeza, el controlador de pulsaciones en su brazo derecho y el medidor de pasos en la cintura. Sin embargo, decidió seguir la misma costumbre, aunque permanecería tumbado en la cama, sin hacer esfuerzo alguno. Pronto descubrió que aquella situación no iba con él. Dejo transcurrir la primera semana para llamar a la doctora.
—Claro, doctora, mantengo la dieta como me dijiste. Solo descanso, no hago ningún tipo de ejercicio. Precisamente te llamo por eso, estoy cogiendo peso, sobre todo en el estómago y la cara. Estoy irreconocible.
—Pues no puedo hacer nada, si quieres escapar de la hepatitis. Hacer esfuerzo significa prolongar el periodo previsto para la eliminación del virus. Tu hígado está inflamado, sufre y con ello el resto de su cuerpo. Ten paciencia, ya tendrás tiempo de recuperar la línea que tanto te preocupa. Pero por favor no dejes de alimentarte, no hagas ninguna tontería.
—Claro, seguiré así. Pero ¿no podrías adelantar los análisis?
—Solo ha transcurrido una semana Alfonso, es muy pronto. La comparativa con los anteriores serán mínimos. Lo siento, no es conveniente.
—Bien.
A partir de ese día, Alfonso comienza a caer en una depresión, al verse reflejado en el espejo del baño le produce tal sensación que se obliga a no pasar frente a el. Se desplaza hasta el retrete situado cerca del cuarto de plancha, exento de espejo alguno. Cambia el lugar donde dormir, ya que el dormitorio principal se cubre de reflejos suyos cada vez que se desplaza Traslada un camastro a la cúpula, lugar más elevado y luminoso de la casa. El resto de las habitaciones, incluida la cocina, van cayendo en un cúmulo de inacciones obligadas por la desidia que comienza a adueñarse de Alfonso. Incluso deja de atender el teléfono, pese a que la mayoría de las llamadas son de sus amigos, Alicia y de cuando en cuando Ana.
Mauricio, amigo y director general de la empresa, le llama en varias ocasiones. Tiene que hacer esfuerzos para conversar unos minutos con él. Acaba la conversación y siente la necesidad de correr las cortinas, ha comprobado que, al caer el día, los cristales se convierten en espejos reflejando cuanto odia, su oronda figura.
No alcanza a comprender el desatino de su cuerpo. Entiende que el hecho de no caminar, correr, en una palabra, hacer ejercicio como antes, al someter su cuerpo cada mañana, no le permiten mantenerse en perfecto estado físico. Ahora en menos de quince días su cuerpo había duplicado su volúmen. Apenas puede ponerse los chándales. Pide el envío dos tamaño XXL, para poder vestirse.
Las mañanas inicialmente las pasa controlando las fuentes de su trabajo. Conecta con las páginas de sus clientes y le procura estar al corriente de todo, a la espera de incorporarse. Luego esa costumbre decae, como sus ganas de recoger la ropa, airear la casa, o bajar hasta el cuarto de la basura la generada durante días. Las bolsas comienzan a acumularse en la terraza de la cocina.
Las llamadas que atiende son mínimas. Logra que su jefe no conecte la webcam, tiene miedo mostrarse en esa situación. Sin embargo, al no atender las llamadas de Alicia, provocan que se acerque a su casa.
Cuando llamó a la puerta, Alfonso se acercó sin hacer ruido hasta la mirilla. Al verla tan esbelta y guapa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Optó por no responder y volver a la cúpula, desde donde a oscuras, oteaba los diferentes horizontes hasta entonces vividos. Alicia se marcha sin decir palabra, preocupada e intranquila, sobre todo al oler los efluvios que atraviesan las mínimas rendijas de la puerta.
Al día siguiente Alicia se presenta en la clínica donde pasa consulta la doctora que atiende a Alfonso.
—La doctora Tranza, por favor —pide a una de las enfermeras.
—¿Tiene cita?
—No, solo deseo hablar sobre un paciente suyo.
—Dígame por favor de quien se trata.
—Alfonso Ruiz.
—Espere unos minutos, veré si puede atenderla.
Cinco minutos más tarde.
—Pase, la doctora la atenderá enseguida.
—Gracias.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Soy una amiga íntima de Alfonso Ruiz. Me llamo Alicia Duende. Usted le trata de hepatitis. Verá, le encuentro muy mal. Apenas cruzo unas palabras con él, me responde que está bien. Pero sé que no es así. ¿Qué le ocurre?
—Alfonso es un hombre muy activo, verse ahora apartado de su cotidiana forma de vida, ha debido producirle estrés. Es lógico, pero verá como cuando le haga los siguientes análisis, estará perfectamente, si ha seguido mis instrucciones.
—¿Cuánto tiempo falta para hacerlos?
—Solo quince días. ¿Le visita con frecuencia?
—No. Teme contagiarme.
—Comprendo. ¿Me hará un favor si va a visitarle?
—Naturalmente.
—Entréguele esta caja, son las pastillas que le recomendé tomar, posiblemente se le habrán acabado.
—Se las llevaré.
Alicia hace ademán por abandonar el despacho de la doctora, pero antes de hacerlo, se acerca a la doctora y en tono muy bajo casi un susurro, le lanza cerca de su oído una frase que provoca a la doctora que responde llena de ira. ¡Haga el favor de salir de mi consulta y no vuelva más por aquí!
Se dirige a casa de Alfonso. Llama desde el portal, sin respuesta. Al verla esperar, el conserje tiene la delicadeza de abrirla.
—Pase señorita Alicia. Observo el señor Ruiz no ha debido oírla.
—Posiblemente. Gracias.
Pulsa la última planta al entrar en el ascensor. Se dispone a entrar en casa de Alfonso. Llama al timbre y al no responder, golpea la puerta repetidamente.
—Haz el favor de abrirme, Alfonso. Traigo las pastillas que te recetó tu médica.
Durante más de quince minutos se mantuvo llamando. Está a punto de irse, sin embargo, Alfonso abre una rendija de la puerta con la cadena de seguridad puesta.
—Dame las pastillas y haz el favor de marcharte, no quiero ver a nadie.
—Por favor, Alfonso, déjame verte. ¿Qué te ocurre?
—No lo sé, pero algo extraño me sucede.
—¿A qué te refieres?
—Solo sé que he cogido peso, con un volumen excesivo. Estoy deforme.
—No importa cariño, será del descanso. Ten en cuenta que eres un activo deportista, y ahora te falta ejercicio.
—Ya, pero ¿en tan poco tiempo? Estas cosas suceden después de estar una gran temporada inactivo. Yo solo llevo diez días.
—Déjame verte, así podré comentárselo a tu doctora.
—No puedo cariño, no puedo.
—Por favor. Deja que te ayude. Además, sale mal olor de tu casa. ¿La ventilas acaso?
—Déjame por favor, dame las pastillas y vete.
—No, cielo, no puedo dejarte así, ¿Vienen a asearte la casa?
—No, les dije que no lo hicieran, no quiero contagiar a nadie.
—Esa gente está preparada, limpia hospitales y ponen los medios necesarios para no contagiarse, además no es algo tan horrible. Yo no estoy contagiada.
—No importa. No entrará nadie.
—¡Anda! Déjame entrar, hablaremos y trazaremos un plan. No sé, deberías salir a la calle.
—Lo siento, pero no, solo lo haré cuando la doctora me haga los análisis y confirme que la hepatitis ha desaparecido.
—Pero cariño, necesito verte.
—No puedes verme así. Te ahorraré un momento desagradable, no soy el Alfonso que conoces.
—No quiero contrariarte. Ni enfadarte. Hablaré con la doctora y vendré de nuevo.
—No lo hagas, por favor, no me hagas sufrir más.
—Entonces prométeme que cojeras el teléfono cuando te llame.
—De acuerdo.
—Hasta mañana cariño. Cuídate mucho.
—Es lo que hago, supongo. Pero no me esperaba algo así.
—Tranquilo quedan pocos días para los análisis. Pero por favor no caigas en lo que creo estas a punto.
—No me importa nada. Solo acabar con todo esto y recuperarme.
—Si sigues así será más difícil.
—Bien, ahora déjame, quiero estar solo.
—Te llamaré mañana.
—Mejor.
—Alfonso
—¿Qué?
—Te quiero, lo sabes ¿verdad?
—Vale.
Alfonso cierra la puerta y mientras espera a que el ascensor suba, llora en silencio.
Los siguientes ocho días transcurren del mismo modo. Las negativas del enfermo continúan. Su aumento de peso prosigue, igual que su desidia al no ejercer ningún tipo de acción conducente a la ventilación o limpieza de la casa. Los insectos campan como si un ejército de cadáveres se hubiera extendido por la casa. El mal olor traspasa la terraza, ocupa la cocina y atraviesa las habitaciones hasta ocupar la cúpula.
Alicia consigue que Alfonso atienda su llamada diariamente, es el único nexo con el resto del mundo. Desde la cúpula parece dirigir un mundo, reducido a un cúmulo de porquería, dado el olor que expele la vivienda.
Sus movimientos son cada vez menores, ahora fundamentalmente por el alto volúmen de su cuerpo. Su rostro es irreconocible, lo imagina ya que ni siquiera se mira en espejo alguno. Ha ido rompiéndolos uno a uno. Apenas utiliza la ducha, se atreve atreverse a bajar las escaleras de la cúpula al resto de la vivienda. Pronto el silencio se adueña de la casa. Al final del pasillo, los golpes en la puerta y los timbrazos se hacen insensibles a los oídos de Alfonso, que permanece tumbado entre almohadones y restos de comida preparada.
El ordenador y el móvil quedaron junto a una de las mesas del amplio y minimalista salón. Ahora no podía dar respuesta a llamada alguna.
Alicia no solo insiste con sus llamadas telefónicas, repite una y otra vez sus insistentes deseos de verle, golpeando la puerta, pulsando el timbre y gritando su nombre. Desesperada trata de conseguir una llave, pero el conserje se niega dentro de la lógica que tal puesto exige. Decide acudir a la policía. En primera instancia no quieren hacer caso, su denuncia se interpreta como algo entre amantes.
—Lo siento inspector, pero no es así.
Le explica detenidamente sus visitas, llamadas, y sobre todo tratamiento llevado por la hepatitis, que según detalla, le ha originado engordar extrañamente.
—Está bien señorita. La acompañaremos por si le ha sucedido algún contratiempo, pero no podremos pasar a la vivienda, salvo que se haga usted responsable.
—Desde luego. ¿Dónde debo firmar?
—No es preciso por ahora. Solo díganos la dirección, yo mismo la acompañaré con dos agentes.
Entran en el portal. El conserje saluda a Alicia. Al verla tan preocupada y acompañada por los policías, dijo.
—Espere señorita Alicia, veo su preocupación por el señor Ruiz, voy a dejarle una de las llaves que tengo.
—Se lo agradezco. Ya ve, fui a denunciar a la policía la situación, al no abrirme.
—Está bien, siento no habérsela proporcionado antes, pero entiéndame, si el señor Ruiz no me autoriza, no puedo hacerlo. Ahora en este caso, tal vez le ayude.
—Gracias de nuevo.
Alicia repite lo que tantas veces ha hecho, pulsar el timbre, golpear la puerta y gritar el nombre de su querido Alfonso. La policía comprueba que la situación es tal y como la ha denunciado la mujer.
—Deme la llave por favor. Usted quédese fuera.
—Pero.
—Por favor señorita Duende.
El inspector gira la llave. La puerta solo se abre dejando un mínimo espacio para pasar al interior, la cadena de seguridad impide hacerlo en su totalidad. Enseguida debe ponerse un pañuelo sobre la nariz, ante el desagradable olor que sale de la casa.
—Ayúdenme —pide a los agentes que le acompañan— a mi señal empujemos los tres.
—Sí señor.
La puerta, con el ataque de los tres hombres, se abre completamente. Avanzan con total oscuridad. Un olor nauseabundo a putrefacción invade toda la casa. Sacan linternas y con ellas alcanzan las ventanas para dar entrada tanto a la luz como al aire limpio. Poco a poco miran por todos los rincones de la casa, hasta localizar la fuente de los efluvios. La cocina. Cierran la puerta y continuaron buscando. Mientras tanto Alicia permanece angustiada en la puerta.
Un agente va en su busca tan pronto el ambiente se hace algo respirable. En su compañía recorren el resto de las habitaciones. Despacho, dormitorios, vestidor, salón, sala de invitados, gimnasio y baños, con resultado negativo.
—¿Esa escalera donde conduce? —pregunta el inspector.
—A la cúpula.
—Bien, espere aquí, subiremos nosotros.
Encienden las linternas nada más rebasar la línea que separa el techo del salón con el suelo de la cúpula. Está a oscuras, solo unas rendijas dejan pasar algo de luz. Uno de los agentes alumbra el centro de la sala, mientras los otros dos policías se acercan a las ventanas para abrirlas y dejar que el oxígeno, aunque contaminado por los tubos de escape de los vehículos de la zona, cumpla con su cometido de cambiar el aire viciado que se respira.
La luz del sol invade la cúpula repleta de almohadones. Un hombre permanece tumbado. Su gordura es inmensa, apenas hay espacio entre la tela del chándal y la piel, parece el muñeco que anuncia una marca de neumáticos para coches. La cara es una copia exacta de un globo a punto de estallar y sus ojos, rojos, como inyectados en sangre.
El ruido y la luz le obligan a preguntar.
—¿Qué hacen aquí?
—Alguien temía que le hubiera pasado algo malo.
—Y esto ¿No es nada? —dice señalándose con ambos brazos que apenas podía pegar al cuerpo.
Alicia se asoma por la escalera de caracol. Ve un enorme y orondo cuerpo que se parece a su querido Alfonso, adornado con un chándal a punto de romperse. Al verla, como un niño aturdido y temeroso, se esconde detrás de sus dos rollizas manos.
—Por favor cielo, no subas —reclama.
—No tengo más remedio. Debes salir de aquí.
—No puedo moverme, llevo tres días sin comer, no he podido recoger los pedidos del supermercado, intenté bajar, pero quedé encajado en la escalera. El teléfono está ahí abajo, el ordenador también y no pude comunicar con nadie.
—¿Tampoco has tomado las pastillas?
—No, están también en el salón.
—Llamaremos a una ambulancia. Deben verle. Según nos ha dicho su novia, usted no era así hace un mes, solo desde que comenzó el tratamiento.
—En efecto.
—Lorenzo, por favor, quiere llamar a una ambulancia, dígales que traigan a un médico para revisar a este hombre.
—¿Quiere que llame a su doctora?
—Por ahora no. Antes necesito que el doctor que le atienda nos comente.
Alicia no se atreve a llegar hasta el cuerpo de Alfonso, sin embargo, se acerca hasta lograr retirar las manos que cubren su rostro. Sus ojos están llenos de lágrimas.
—Tranquilo cariño, todo se arreglará. Ya verás.
—Tengo mis dudas. No sé qué ha podido ocurrir.
Le besa despacio, retirando sus lágrimas una a una, mientras con esfuerzo intenta sujetar las suyas.
—Lo sé, cariño, lo sé, debería haberte dejado entrar. Tendrás que perdonarme, pero verme así me transformó. No soy así.
—Lo sé. Calla, no digas nada, todo pasará. Lo verás, luego solo será un mal sueño.
—Gracias por insistir y entrar.
—Te quiero.
El conserje acompaña al doctor y sus dos ayudantes hasta la cúpula. Dos minutos después revisa el cuerpo de Alfonso.
—¿Y dice que tiene hepatitis?
—Sí señor, eso es lo que diagnosticó mi doctora.
—¿Tiene los análisis?
—No. Los tiene ella en su consulta. Precisamente en un par de días debe hacerme otros para ver si estoy limpio del virus.
—Supongo que le recomendó, por la hepatitis, descanso, una dieta rica en proteínas y exenta de grasas ¿No es así?
—En realidad no, en la nota me señaló lo contrario.
—¿Cómo?
—Grasas y pocas proteínas. Además, me dio Hactywex. Una pastilla con el desayuno, con la comida y la cena.
—¿Hactywex?
—Sí señor.
—¿Puede alguien traerme la caja del medicamento?
—Ahora mismo —responde Alicia— ¿Dónde las tienes Alfonso?
—En la mesa pequeña, junto al sofá blanco.
—Ahora mismo voy a por ellas.
—¿Que ocurre doctor?
—El medicamento que le han recetado es para engordar, precisamente con su dieta rica en grasas, ha disparado su asimilación, de ahí el proceso que sufre.
—¿Se equivocó mi doctora entonces?
—Yo diría que sí.
—¿Qué?
—¿Esa mujer es familiar suyo? ¿Acaso su prometida?
—Bueno en eso estábamos. Pendiente de decidirme, sabe, es muy difícil tener dos personas a quien crees amar y decidirte por una de ellas.
—Comprendo.
—Aquí tiene la caja del medicamento, doctor
—¿Ha retirado el prospecto?
—No, no señor.
—Es extraño, suele llevarlo, además es obligatorio. ¿En qué farmacia la adquirió?
—En ninguna, la doctora me la dio el otro día.
—¿Cuántas ha tomado?
—Una caja y había empezado con esta otra.
—Comprendo. Bien, intentaremos sacarle de aquí y llevarle al hospital, debo hacerle una serie de análisis, aquí carezco de medios.
—Ya intenté bajar por la escalera y me quedé atorado.
—Pues no hay más remedio que volver a intentarlo. Su vida corre peligro.
—¡Cariño!
—Lo siento, pero no puedo ocultarle que su corazón está trabajando a marchas forzadas y si no bajamos su ritmo, puede colapsarse.
—Lo entiendo. Alicia, por favor, llama a la doctora y dile que me llevan a un hospital.
—Yo no lo haría —señala el doctor mirando al inspector de policía.
—De acuerdo.
—Ahora intentemos bajar de esta cúpula.
—Vamos.
Entre los policías y los dos ayudantes del doctor de urgencias, tardaron más de media hora en bajar la escalera de caracol. Los brazos de Alfonso sufrieron los correspondientes arañazos, y tras muchos empujones y tirones lograron bajar al salón. Luego salieron al descansillo de la planta y un ayudante médico y Alfonso, consiguieron bajar en el ascensor.
Mientras Alicia habla con el conserje, para que se ocupe de contactar y reparen la puerta, el doctor comenta unos extremos con el inspector de policía. Se despiden de Alicia.
—Muchas gracias, han salvado la vida de Alfonso.
—Gracias a su insistencia. Avísenos cuando salga del hospital, nos gustará saber cómo sigue. Aunque tal vez sea mejor que vaya a verle.
—Como quiera, será bien recibido.
—Déjeme su número de teléfono. Tal vez necesite que se pase por la comisaría para acabar el expediente de la denuncia que presentó.
—Claro, anote por favor. Gracias de nuevo.
Alicia se sienta junto al doctor, muy cerca de Alfonso, que lo hace tendido y sujeto a una camilla. Al llegar le ayudan a bajar y pasar los trámites hasta encontrar un box donde inician las pruebas con urgencia. Una vía en su brazo favorece la entrada en vena de unos fármacos que le ayudan a ralentizar su corazón. Una vez conseguido este primer paso, le suben a planta para continuar con pruebas para conocer la situación de su hepatitis.
Alicia pasa los siguientes quince días en la cabecera de Alfonso. Se ocupa de contactar con una empresa de servicios, que responde como había previsto. Limpian y desinfectan toda la casa de Alfonso. Luego pide colocar los muebles y eliminar cuanto hay en la cúpula.
El inspector visitó en dos ocasiones a Alfonso que no deja un solo momento de sujetar y acariciar la mano de Alicia. En la tercera ocasión que le visita, el policía lleva una carpeta con copia de los informes médicos realizados.
—Debo hablar con usted. ¿Se encuentra con suficientes fuerzas?
—Claro.
Alicia hace ademán de marcharse de la habitación, pero enseguida la retiene sujetando con más fuerza su mano.
—No te vayas. Quédate, por favor.
—Como quieras.
El inspector comenta.
—Veo que en pocos días ha rebajado el volúmen. Precisamente quería hablarle de ello.
—Adelante.
—Según he podido comprobar, sobre todo con la ayuda de los médicos que le atienden, ha sufrido un intento de asesinato. Lamento ser tan directo.
—Es absurdo.
—No, no lo es. Me explicaré.
—Le escucho.
—Inicialmente le diagnosticaron hepatitis A. El hecho de medicarle y recomendarle descanso y forma de alimentación, le llevaron junto a las pastillas entregadas por su doctora, a iniciar una descabellada carrera hacia el aumento de peso. He comentado con la doctora Tranza los acontecimientos y según dijo, le parece difícil, pero admitió la posibilidad de equivocarse al retirar el producto del armario. Dijo que pudo confundir Hactywex por Activess. Este último que si se receta para un proceso hepático. Si a esto le añadimos la recomendación de tomar alimentos con grasa, nos lleva a la situación en que le encontramos. Su cuerpo era una bomba de relojería. No moverse, comer y tomar unas pastillas donde solo una al día, es suficiente para activar la asimilación de nutrientes, suele recetarse a personas con carencia de apetito, han estado a punto de matarle.
—Perdone inspector, pero no entiendo la razón de sus explicaciones médicas.
—Normalmente no me ocupo de esto, no es mi cometido, pero en este caso sí. Voy a preguntarle algo directamente.
—Adelante.
—¿Cuál es su relación con la doctora Ana Tranza?
—Hasta hace unos meses fuimos amigos. Salíamos con cierta frecuencia. Pero llegó un momento en que espacié mis citas con ella. Por fin no tuve más remedio que anunciar mi relación con Alicia. Aparentemente no la sentó mal, algo que me agradó. Aunque seguí viéndola, de manera esporádica y obligado por ser mi médica.
—¿Por qué no eligió a partir de entonces otro médico de la sociedad?
—No me pareció oportuno. Prácticamente acababa de cerrar la puerta de una posible relación.
—Entiendo. Ahora va la pregunta que necesito formularle. ¿Está dispuesto a poner una denuncia por intento de homicidio?
—¿Contra quién?
—Contra la doctora Ana Tranza.
—No sé si debería.
—Ella ha estado jugando con su vida. El otro día cuando le visité para corroborar ciertos extremos, se puso muy nerviosa y lo más extraño, no preguntó por su estado de salud. Ni siquiera comentó que le llamaría.
Alicia miró el gesto contraído de Alfonso y esperó una respuesta. La única que debía dar. Casi le ayudó a decir.
—Naturalmente, firmaré la denuncia.
—Le ayudaré a redactarla. Alicia ¿usted está dispuesta a atestiguar?
—Claro, aunque yo no seguiría con esa acción, si Alfonso se recupera. Pero si él lo quiere, adelante.
—Entonces iré a por los documentos, así mañana podré detenerla por intento de homicidio.
—Disculpe inspector, no entiendo la postura de esa mujer.
—Una acción basada en el desaire provocado por la ruptura de su posible relación, por culpa de otra mujer, en este caso Alicia. Se sintió desdeñada, apartada, retirada, y tomó el camino más corto, el de la venganza.
—Soy un estúpido. Debería haberme dado cuenta.
—Tranquilízate, aún te falta mucho para estar como antes —replica Alicia inmediatamente— Olvida todo lo demás. Pasemos página a todo esto.
El inspector sale en busca de los impresos para rellenar la denuncia. Tres días después Ana Tranza es llevada en calidad de detenida ante el Juez de Guardia, que dicta su ingreso en prisión preventiva hasta la celebración del juicio.
Cuando Alfonso recibió el alta, regresó a casa de la mano de Alicia. Aquel mismo día le pidió matrimonio. Estaba agradecido, se sentía obligado con ella, además de ser una mujer ideal en muchos aspectos.
—Me gustaría tenerte cerca todos los días.
—Lo estás.
—Ya, pero no así. ¿Te importaría venir a vivir a mi casa hasta que nos casemos?
—Al contrario.
—Mañana iré a comprar el anillo de compromiso, luego iremos a celebrarlo. Y en una semana podrás hacer el traslado de tus cosas.
—Estupendo.
La vida comenzó a correr como ese hombre con suerte, había soñado. Recuperó su cuerpo, su trabajo, su prometida, su casa y sobre todo, su ánimo de vivir. ¿Qué más podía pedir? Todo estaba a pedir de boca. Pronto se casaría con una mujer maravillosa, atenta y preocupada por él.
La convivencia de ambos quedó pendiente, solo faltaban unos días para el traslado, aunque ella solía dormir cada noche allí. Alicia, una mañana antes de ir a trabajar, quiso hacer un corto recorrido y visitar a una antigua amiga. Baja al portal, recibe el saludo del conserje y le pide solicitar un taxi.
—Claro, con mucho gusto señorita Alicia.
—Gracias Genaro.
Una vez dentro del taxi, da la dirección. Una hora más tarde atraviesa la puerta de acceso de la institución carcelaria. En compañía de un funcionario cruza varias salas hasta llegar a una en la que espera una persona, quien, al verla, dice.
—¿Qué haces aquí?
—Vengo a decirte algo. En realidad, a corroborar lo que ya te dije. También a enseñarte esto.
—Es un bonito anillo de compromiso.
—Lo es.
—¿Qué querías decirme?
—Alfonso será para mí, y nada ni nadie podrá quitármelo. ¿Recuerdas?
—Eso mismo dijiste en mi consulta. ¿El anillo es un regalo suyo ¿verdad?
—Desde luego. Nos casamos dentro de un mes.
—Enhorabuena. Ahora déjame en paz. Márchate de aquí, no vuelvas a molestarme.
—Nos veremos en el juicio.
—Eso espero.
Alicia se retira, al llegar a la puerta mira como Ana, acompañada por una funcionaria, se dirige a su celda. Deshace el camino inicial y regresa donde espera el taxi.
—Gracias por esperar.
—Ha sido poco tiempo.
—Lo sé. Volvamos a Madrid, por favor.
—Si señora.
Alicia abre su bolso buscando algo, cuando lo encuentra respira profundamente, lo deja sobre el asiento un instante, pone el bolso encima y pregunta si puede encender un cigarrillo. Lo hace tras escuchar respuesta afirmativa del conductor. Al entrar en Madrid, pide ir a la dirección de la empresa donde trabaja. Se baja, paga al taxista y se pierde entre la multitud de gente que entra en el centro comercial.
El taxista horas después revisa la zona trasera de su vehículo, lo hace siempre al acabar su jornada de trabajo, para almorzar junto a su esposa e hija. Normalmente existen clientes que suelen abandonar u olvidar objetos y de esa forma, tiene aún fresca la memoria y puede devolverlos.
En el suelo encuentra una nota con instrucciones medicas corregidas, a su lado, dos cajas de cápsulas con la marca Activess. Termina de comer y recuerda donde ha dejado a la única cliente del día, aunque desconoce su nombre, por lo que opta por acercarse a la dirección donde la ha recogido a primera hora de la mañana y habla con el conserje.
—Esta nota y cajas de medicamentos, debieron caérsele a la señorita que entró esta mañana en el taxi. Me hará el favor de entregarlas en mi nombre.
—Naturalmente. Muchas gracias.
Genaro sube a la última planta, le entrega las notas y cajas de capsulas recibidas del taxista y regresa a la conserjería. Alfonso Ruiz lee las notas, van firmadas por la doctora Tranza, contienen las instrucciones sobre alimentación y posología de los medicamentos recetados y entregados. Se sorprende, no son las que supuestamente le entregó Alicia. Pone sus manos sobre la cabeza y las baja hasta cubrir su rostro. Dos segundos después repite incansablemente. ¡No puede ser! ¡No puede ser!
Cuando se recuperó del shock, se viste, prepara una pequeña maleta, tomó las llaves del coche para dirigirse al aeropuerto. Antes pasa por la conserjería.
—Genaro, cuando venga la señorita Alicia, dígale en mi nombre que le entregue la llave de mi casa, no la deje subir. Mañana, encárguese por favor de llamar a alguien para cambiar la cerradura. A mi regreso del viaje, le explicaré detenidamente. No me pasa nada, solo deseo descansar, pero no le diga a nadie donde voy.
—No me lo ha dicho señor Ruiz.
—Me voy a la isla de Lanzarote, pero repito no se lo comente a nadie.
—Desde luego que no señor. ¿Ocurre algo?
—Ahora no, pero podía haber ocurrido.
—Que tenga buen viaje señor.
—Gracias Genaro. Hasta la vuelta.
FIN
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