Un hombre de avanzada edad permanece sentado frente a una mesa metálica gris. Sobre ella diversas carpetas de las que sobresalen documentos. Al lado opuesto, también sentado, otro hombre con el rostro ajado y barba de tres días lee con atención un informe escrito y mira cadenciosamente una y otra vez un grupo de fotografías que forman parte del expediente policial. Levanta la mirada y con voz templada, aunque cansada, se dirige a quien permanece frente a él, con las manos unidas, esposado.
—Señor Moreno, ¿por qué se niega a responder a mis compañeros y les pide sea yo quien le interrogue?
Espera unos segundos para responder. Suspira largamente, toma aliento y dice.
—A usted si le conozco, vive en el portal 24 de mi calle. Le he visto muchas veces y supuse que me entendería mejor que ellos.
—De acuerdo. Pero yo no le conozco.
—Seguro que habrá oído hablar de mí. En el barrio me llaman el solitario.
—En efecto, oí hablar de usted. Según me han contado no se relaciona con nadie desde que murió su esposa. No tiene hijos ni familia alguna. Vive solo, no molesta a nadie, pero no es sociable.
—Disculpe subinspector, si soy sociable, pero no me gusta la gente, prefiero estar solo. Sus conversaciones son siempre las mismas, que si el gobierno hace esto o lo otro, que si roban, que si estafan, que si nos engañan. Si son mujeres, de sus puñeteros y egoístas hijos y, los hombres de futbol. No me interesa nada de eso, como he dicho, únicamente deseo estar con los recuerdos de mi amada esposa, el resto no me interesa.
—Le comprendo, sin embargo, no alcanzo a entender el resultado de su acción. ¿Podría explicármelo?
—Me tenían harto. Llevaban desde mediados del mes de noviembre, llamando mañanas y tardes a mi puerta. Me cansé de decirles que me dejaran en paz con mi soledad, que a ellos no les importaba como estuviera. No me gusta la hipocresía ni el engaño y ellos se prestaban a cuanto rechazo, solo se acuerdan de quienes estamos solos, faltos de cariño, o pasamos por momentos de desesperación cuando se acercan las dichosas fiestas navideñas. Es como si un timbre sonara y les dijera a esos falsos seres: es el momento de comenzar a ser buenos con los demás, de ofrecerles calor, compañía, alimentos. Todo es pura mentira e hipocresía. Así todos los años.
—Pero podría haber hecho como hasta entonces, no dejarles pasar, no hacerles caso, pero señor Moreno, se ha pasado demasiado.
—Tendrá que disculparme subinspector, pero me obligaron.
—No puedo disculpar sus actos, lo que ha hecho es punible. Parece mentira que su supuesta preparación intelectual le haya permitido hacer lo que hizo.
—No me censure. Sigo siendo el mismo, solo he tenido un arrebato.
—¡Joder Sr. Moreno, vaya arrebato! Si a todos nos diera por lo mismo, no sé dónde iríamos a parar.
—Pues mire usted, no lo siento y sí una enorme satisfacción.
—¿Admite los hechos?
—Desde luego. ¿Dónde tengo que firmar?
—No hace falta, le pondré a disposición del Juez de Guardia, él decidirá qué hacer con usted. Eso sí, me gustaría saber cómo lo hizo.
—Se lo contaré, pero por favor no lo grabe, ni tome notas. Esto quedará entre usted y yo. ¿Me lo promete?
—Sabe que no puedo prometer nada, menos si lo que me va a decir forma parte de un delito.
—De todas formas, es igual, lo haré. Escuche porque no volveré a contarlo. Aquella mañana abrí la puerta a una mujer, de voz desagradable, muy bien vestida y enjoyada, con un perfume caro, de voz suave, melodiosa. Me preguntó si tenía previsto pasar las navidades solo, como los años anteriores. Le respondí que esa era mi intención. Luego continuo con una retahíla cristiana, que si Dios, la Virgen y el niño Jesús etcétera, etcétera. No lo soporté y decidí dejarla entrar. Continuó durante varios minutos. La mandé callar y pedí me explicara cómo iba a suplir mi soledad, si era solo por las fiestas, o lograrían que mi esposa volviera a la vida. La respuesta también la sabía. No obstante, accedí a su pretensión, vendrían a mi casa a preparar una cena, pero el día 23, ya que los asistentes tenían sus hogares y momentos para disfrutar con la compañía de sus familiares. Acepté pese a su cruel petición. Ellos se ocuparían de la comida, platos, cubiertos y resto de utensilios, yo solo debía concederles ese tiempo de mi vida para abandonar mi soledad, para estar acompañado por todos ellos a quienes siquiera conocía. En eso quedamos. La semana siguiente, a primera hora de la tarde apareció la misma mujer acompañada por otra y un hombre de mi edad aproximadamente. Portaban unas bolsas. Los acompañé hasta el salón. Movieron las sillas y mesa, comenzaron a preparar la cena prenavideña. También traemos bebida, dijeron. De eso me ocupo yo, les respondí. Sobre las nueve de la noche apareció más gente. Hombres y mujeres, todos bañados en perfume, bien vestidos, enjoyados y portando algunas bolsas, aparentemente de regalos. La verdad, aún están en mi casa, no los abrí. Por mi parte tuve toda una semana para comprar la bebida, las dispuse tal y como ellos dijeron. Todos bebieron. Todos leyeron las felicitaciones navideñas que les pedí leyeran al final de la cena: gracias, por su gran corazón, pero prefiero seguir solo. Eso es todo. Ahora creo que nadie volverá a molestarme.
—Gracias señor Moreno, ahora iremos al Juzgado.
—Claro.
Ocho días después el subinspector Ruiz, leyó el contenido del informe emitido por el forense de turno: …los doce asistentes a la cena, seis hombres y seis mujeres, fallecieron por la ingesta del alto contenido de un potente alcaloide llamado taxina, que según análisis realizados fue introducido en cada una de las botellas de vino utilizadas en la cena…
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