DESEOS CULINARIOS
10ª novela de la serie ROBERTO HC
Siempre a ti mi Dóxa (G)
A cierta edad, un poco por amor propio,
y otro poco por picardía,
las cosas que más deseamos
son las que fingimos no desear.
Marcel Proust
Capítulo 1
El cuerpo sin vida de aquel joven de cuarenta años; como dijo cuando le vio por primera vez; estaba tendido en la cama tapado con la sabana. Su cara carecía de mueca o contracción alguna. Parecía dormir apaciblemente. Posiblemente la muerte le llamó en el transcurso de la noche.
Antes, ella esperó a verle bajar de su habitación, como cada mañana, para prepararse el desayuno, pero ese día no lo hizo. A veces se encontraban en la cocina, aunque la mayoría de las ocasiones ella lo hacía fuera de aquel cuarto, sentándose en uno de los sofás del salón, con una bandeja sobre sus rodillas, en la que un tazón de porcelana contenía una mezcla de te con leche condensada acompañándolo con dos croissants industriales, posiblemente fabricados con alguna grasa de esas que incrementan los niveles de colesterol. Comprobó la hora, era muy tarde. Se le hacía difícil comprender que aquel hombre no bajara a desayunar, dada su costumbre, además de ser un día laborable. Al cabo de un rato subió la escalera hasta la planta superior y golpeó la puerta. Al no recibir respuesta insistió hasta en tres ocasiones. Igual, el mismo silencio. Por fin se atrevió a mencionar su nombre en voz alta y solicitar permiso para entrar. Giró el pomo y entró en el cuarto. Le zarandeó al cerciorarse de que no respiraba. Poco después, sin asustarse, quedó convencida de que aquel hombre jamás volvería a escuchar sus batallitas.
Marie, que había adoptado su nombre francés, después de vivir muchos años en el país vecino como inmigrante, bajó de nuevo a la planta baja, respiró profundamente y se sentó en el sillón de másaje meditando que hacer. Al cabo de media hora, suspiró y regresó junto a su inquilino. Tiró de la sabana para comprobar si estaba o no desnudo y volvió a cubrirle. Permaneció pensando unos segundos y salió de la habitación para regresar poco después con un edredón rojo. Lo puso en el suelo, al lado de la cama, así al caer el cuerpo sobre él, podría arrastrarlo con cierta facilidad.
Volvió a destaparlo y sin pudor alguno tiró de él con ambas manos hasta llevarlo al borde del colchón. Con el último esfuerzo, el cuerpo sin vida resbaló hasta caer sobre el edredón. Rápidamente le cubrió girándolo como una salchicha, luego recogió de la mesa una cinta de empaquetar marrón y dio varias vueltas hasta anudarlo por encima de la cabeza. Un momento después hizo lo mismo en el extremo opuesto.
Respiró varias veces y al entender que había recuperado fuerzas, abrió la puerta de la habitación y comenzó a tirar del nudo de los pies. Solo necesitaba llegar hasta la escalera, luego resbalaría por los peldaños y haría un último esfuerzo en el garaje. En efecto, tres cuartos de hora después el cuerpo de Ismael Prado se encontraba tendido junto a la parte trasera del Ford Escort rojo. Retiró una lona que guardaba para ocasiones especiales y cubrió el bulto. Después retiraría todas y cada una de las cosas privadas de aquel hombre.
Ropa, recuerdos, fotos, documentos bancarios y un amplio etcétera fueron depositados en numerosas cajas. Con ellas llenó los asientos del coche y salió de la urbanización camino del primer punto verde. Recordó que no estaba muy retirado. Una vez allí preguntó al responsable y vigilante.
—La ropa puede echarla en aquel contenedor. Los papeles en este otro, y allí, en el ultimo, los enseres, maderas y plásticos.
—Muchas gracias, iré trayéndolos en diferentes viajes. Por cierto, ¿Qué hacen con todo esto? ¿Lo revisan o lo llevan directamente al proceso de reciclado?
—Cuando están llenos los contenedores los llevamos al Centro de Reciclaje Integral. No hay ni tiempo ni ganas de comprobar cada uno de ellos. En todo caso lo hacen allí, pero superficialmente. Claro que no con todo. ¿Por qué lo pregunta?
—Por si encontraran algo, no se, algún documento. No voy a decir dinero, pero por si acaso.
—Pues como no lo haya mirado antes usted aquí ni nos molestamos.
—Entonces si hubiese olvidado algo será para quien lo encuentre.
—Eso desde luego.
—Adiós, ha sido muy amable.
—De nada señora.
Condujo de vuelta a casa, y se entretuvo en revisar concienzudamente el cuarto. Cuando estuvo convencida de no haber olvidado algo, abrió la ventana, cerró la puerta con llave y miró la hora. Todos los trámites los concluyó en menos de siete horas. Ahora solo restaba ventilar la habitación, después reclamaría la presencia de un pintor para que dejara esa sensación de limpieza y desinfección al terminar de pintarla.
Los muebles se movieron de lugar y los armarios recubiertos con nuevas láminas de plástico blanco sobre las baldas y las cajoneras. Una semana después nuevamente salió publicado el anuncio en una de las múltiples páginas que sobre alquileres de viviendas existían en Internet.
Se alquila habitación amplia, luminosa y amueblada en chale de urbanización muy cercana a la población… Dispone de cuarto de baño independiente. En el precio se incluyen los gastos generales de energía. Solo personas no fumadoras. Llamar por teléfono para más detalles y concertar entrevista personal. Absténganse ciudadanos extranjeros.
Hizo un viaje de dos horas. Después de comer en uno de los restaurantes de la población y a su regreso, aprovechó para pasar cerca de la granja para vaciar unas bolsas de restos de comida sobre uno de los amplios comederos de los cerdos en la granja a las afueras de la población.
—¿Qué? ¿Echando de comer a los cerdos? como siempre ¿no?
—En efecto.
—Los está mal acostumbrando. No sabe lo contentos que se ponen cuando viene Marie.
—Lo supongo, pero ya sabe, a mi me entretiene venir de cuando en cuando y echarles algún resto.
—Ya veo. Si necesita ayuda solo tiene que decírmelo.
—Gracias, pero para echar unos mendrugos y ver como se los comen, no hace falta mucho esfuerzo.
—De acuerdo. Hasta pronto.
—Adiós Matías.
Tres días después comenzó a recibir llamadas solicitando ver la habitación.
—Pues si le gusta el precio y acepta mis condiciones, puede venir a verla mañana por la tarde. Sobre las cinco.
—De acuerdo, mañana nos vemos.
—Le esperaré señor Ríos.
Como el anterior, firmó el documento de transacción.
—¿Supongo que deberé entregarle una cantidad a cuenta como garantía?
—No es preciso si me asegura que mañana hará la transferencia.
—Por supuesto Marie. ¿Puedo llamarla así?
—Claro.
—No se preocupe, mañana mismo daré orden al banco y transferirán la cifra, y así todos los meses hasta que ordene su cancelación. Bueno me refiero en el caso de que pasados unos meses o años, decida marcharme.
—Entiendo.
—Entonces hasta dentro de una semana. Debo anunciarlo donde vivo ahora.
—Se me olvidaba preguntarle ¿Tiene familia en Madrid?
—Ninguna. Mi gente vive fuera, en Cáceres.
—¿Los visita?
—Apenas, suelo ir en Navidades únicamente.
—¿Es decir que nadie viene a verle?
—Podría decir que solo me veo con ellos en esas fechas. Es muy raro que me visiten.
—Extraño, pero bueno, así son las cosas. Parece usted un hombre muy solitario.
—Así es. De mi trabajo a casa y de casa al trabajo.
—Si no le provoca problemás a lo mejor es bueno vivir así.
—No es mi deseo, pero que se le va a hacer.
Seis meses después se acercó a la sucursal bancaria y pidió cancelar una de las cuentas abiertas. Al año volvería para hacer lo mismo con otra.
Marie mantenía una pensión de la Administración Social Francesa suficiente para vivir. Claro que la incrementaba con la renta de sus inquilinos y la venta de un par de grabados mensuales, así consiguió no depender para nada de sus hijos y aún menos de su marido. Su gran deseo, ahora cumplido, era viajar a la capital, localizar un buen restaurante y almorzar un sofisticado menú, acompañado de una botella del mejor caldo de la carta. Lo hacía cuatro veces al mes. Sola, sin compañía alguna, tampoco lo deseaba.
Sus amistades la vieron superar la crisis de los últimos tres años provocada por su exmarido y por dos de sus hijos. Recientemente, por dos de los nietos que tenía. Durante meses estuvo sometida a una profunda depresión. Sin embargo, tras la decisión de apoyarse monetariamente con un inquilino, su situación tanto moral como económica pudo encauzarla de nuevo, abandonando la situación conflictiva.
Ahora su ultimo inquilino parecía no tener prisa por marcharse, incluso estuvo reacio a entregarla mensualmente la cifra mediante orden permanente de transferencia, tal y como solicitaba a todos.
—Lo siento Marie, pero no me gustan nada esas órdenes de transferencias continuas. Ya me han provocado más de un disgusto. Si no te importa a partir del próximo mes pagaré la renta en efectivo metálico.
—Pues no me gusta nada. Ya te dije cuando nos vimos por primera vez, que esas eran mis condiciones. Si ahora no las aceptas no tendré más remedio que cancelar nuestro convenio.
—¿Qué convenio?
—Como quieras llamarlo Tomás.
—Esto es un alquiler, sin contrato, únicamente con condiciones verbales, aceptadas de común acuerdo, pero desde luego no sujeto a Ley vigente alguna. Además, mientras no me retrase en el pago y lo haga en moneda de curso legal, ni puede ni debe producir problema alguno.
—Te repito que yo quiero las cosas tal y como las dije. Si no te interesa puedes marcharte.
—Lo siento, pero estoy en mi derecho a quedarme, no voy a cambiar mi filosofía bancaria por una pretendida norma no escrita aceptada para tu necesidad.
—Como prefieras, pero conste que a partir de este momento tienes quince días para marcharte.
—No quiero discutir Marie, considero que estás abusando de tu posición, y no estoy en disposición de cambiarme de vivienda a los treinta días de vivir aquí. He dado a mis amistades y compañeros la dirección. Cambiar me produciría un importante daño. Claro que si quieres lo cuantifico, me pagas y me marcho.
—De eso nada.
—Entonces aguanta como yo once meses más y tan amigos.
—Ni se te ocurra.
—Como quieras, pero no pienso marcharme Marie.
—Eso lo veremos.
El comisario Roberto Hernán Carrillo no había superado por completo la desaparición de su esposa Loli. Tampoco se planteó olvidarla, ni quería. Fueron muchos los años juntos, y no solo aquellos en que permanecieron casados, era lo de menos, sino el tiempo en que fue Inspector de Homicidios. Aquellos en que su relación como amigos y amantes se tradujo en una asociación perfecta, tal y como se planteaba el futuro entonces. A veces, imaginaba continuar en aquella situación que, traducido en deseo, era el equivalente a que Loli seguiría viva y ambos disfrutando juntos. Sin embargo, el hecho de haberla convertido en su esposa fue motivo, el único, por el que aquel canalla de Evaristo Fuena la mató. Cada día la recordaba, con más o menos intensidad. A veces se trasladaba mentalmente a aquella época dorada, donde cada cual mantenía su vivienda. El, donde había vuelto tras su muerte, ella, en la que ocuparon nada más casarse. Sobre todo, porque eran tantas las cosas acumuladas por Loli, que resultó más fácil admitir el traslado de sus mínimos y personales trastos al domicilio de ella. También, porque muchas de cuantas poseía ya se encontraban allí. No al contrario como él hubiera deseado.
Ese era su aspecto personal. Triste, a veces melancólico, aunque siempre ocupado. Los últimos meses, incluso algunos más, si no había trabajo, lo inventaba. A veces se trasladaba a saludar a compañeros de otras comisarías, conversaba y hasta les ayudaba en ocasiones. Como lo hizo con el periodista en el caso de los niños desaparecidos. Sus relaciones con los compañeros, sus inspectores, no sufrieron merma aparente. Claro que todos apreciaban el esfuerzo de su comportamiento, sobre todo cuando le invitaban a viajar con ellos o reunirse con sus respectivas parejas. Aquello le dolía internamente, y pese a no reflejarlo, evitaba acompañarlos. También su querido amigo José Maria y su esposa Aurora, sintieron la negativa de muchas cenas o almuerzos, como cuando lo hizo en compañía de Loli. El Director General supo obviar aquellos momentos, comprendía la situación y el cariño que profesaba a su esposa.
No obstante, siempre se mantuvo alerta a cualquier información por extraña que pareciera. Tenía un recóndito deseo: que algún día apareciera una señal anunciándole la presencia de Evaristo Fuena, tal y como predijo Luis Pinillas, quien preparó una alerta especial a nivel mundial.
A su domicilio de soltero de la calle Ríos Rosas, donde le costaba cada día más permanecer, se llevó copia de los expedientes de aquel asesino. Todas las fotos y perfiles de cuantos crímenes cometió directa e indirectamente. Consideró necesario dominar por completo el total conocimiento sobre su enemigo numero uno. Semanalmente recibía de su inspector, cuantos informes recibía de colegas de cualquier parte del mundo. Necesitaba estar preparado para el momento más deseado.
Su vida pues era monótona. De casa a la comisaría y de ella, vuelta a casa. Salidas esporádicas fuera de Madrid para reunirse con algún compañero, fruto de algún asunto oficial y poco más. Apenas fumaba y sus copas quedaron limitadas a una cerveza con algún inspector al finalizar la jornada y antes de regresar a Ríos Rosas, o bien algún güisqui con Celia, cuando la hija de ésta se quedaba a dormir en casa de alguna compañera de Instituto, y ella se encontraba con ánimos de dar un paseo.
Desde que cerrara el caso de Pedro del Pozo, aquella mujer quedó grabada en su maltrecho y dolorido corazón. Tal vez se dejó confundir, o quizás necesitaba no sentirse completamente solo. Por esa razón, al menos así lo interpretó, accedía a verla cada vez que le llamaba. Salían hasta Soto Verde, cerca de su casa, tomaban una copa y después de unas horas de charla, la acompañaba a su domicilio y el regresaba al suyo. Aquella noche dormía sin que las pesadillas se lo impidieran. Llegaron a congeniar e incluso a considerarse amigos. Ambos se atraían mutuamente. Llevaban meses viéndose, incluso junto a su hija Elena. Joven educada, simpática y cariñosa. También comenzó a tomarla cariño. Eran ya más de doce meses los transcurridos durante los cuales ayudó a la eliminación de ciertos problemás con Elena. La niña también comenzó a tomarle cariño.
—¿Te gustaría hacer una excursión? —preguntó Celia.
—No estoy animado para eso.
—Deberías. ¿Cuánto tiempo hace que no sales al campo?
—Que yo recuerde, algunos años.
—¿Y no te agradaría acompañarnos?
—Es posible. Pero ya te digo, no me entusiasma mucho. ¿Cuándo sería?
—Este próximo sábado. Además, no iremos solos, si eso es lo que te preocupa.
—No te entiendo.
—Disculpa. Pensé que a lo mejor no, en fin, prefiero cambiar de tema si no te importa.
—Claro.
—Si te animás llámame. Iremos con los padres de Gema y es posible que también venga Mercedes con los suyos.
—¿Es una reunión familiar?
—No. Nada de eso. Al parecer las jóvenes quieren conocer las buitreras en las Hoces del Duratón, y como es todo el día, pensé que, si no lo conoces te agradaría acompañarnos. Se lo han pedido al padre de Gema, al parecer conoce bien el lugar.
—¿Dónde está eso?
—Cerca de Sepúlveda, en la provincia de Segovia.
—De acuerdo, os acompañaré, a lo mejor me distraigo y eludo…
—¿Eludes qué?
—Nada. Quería decir, evito seguir pensando en Loli.
—Comprendo Roberto, pero debes seguir viviendo. No puedes hacer nada ya, y tampoco continuar culpándote. Recuerda cuanto hemos hablado sobre eso.
—Lo se Celia, lo se, pero, me cuesta olvidar.
—En fin, ahora te pido por favor que nos acompañes. Así conocerás a sus amigas y es muy importante para Elena. Recuerda, dijiste que me ayudarías.
—De acuerdo Celia, iré. Me has convencido, bueno, me dejo convencer.
—Lo supongo. Además, así podré verte con luz del día, casi siempre lo hago de noche.
—Vale, no insistas, has ganado. ¿A que hora os recojo?
—Hemos quedado salir a las ocho de la mañana. ¿Te parece bien a las siete y media? Así podré invitarte a desayunar.
—Como quieras, pero tendrás que decirme como ir hasta tu nueva casa, me diste la dirección, pero no sé si sabré llegar.
Cinco minutos más tarde cortaba la comunicación y se hacía más lío con las explicaciones de Celia. Optó por incluir la dirección en uno de los mapas de internet y sacar por la impresora el plano de situación. El domicilio de Celia se encontraba en la Avenida del Monasterio de Silos número 33, 3º G, en el nuevo barrio de Montecarmelo, al norte de Madrid, al otro lado de la Autopista de Colmenar, una vez abandonadas las afueras de Fuencarral. Miró detenidamente el plano y lo metió en el bolsillo derecho de su chaqueta.
Al llegar a casa abrió el armario y buscó ropa adecuada, hacía mucho tiempo que no se ponía la denominada informal. Claro que no tuvo más remedio que emplazarse para comprar unas zapatillas deportivas. Las que tenía, o no las encontró o las abandonó en casa de Loli. Sintió una extraña sensación al imaginarse compartiendo un día completo con aquella mujer y su hija, se sentía extraño.
Sábado en el edificio del domicilio de Celia.
Pulsó el intercomunicador y espero unos segundos.
—¿Eres tú?
—Depende de a quien esperes.
—A ti so tonto. Date prisa o el café se enfriará.
—Subo corriendo.
Elena estaba desayunando y Celia confiaba en que acabarían antes de que las dos familias llamaran anunciando estar abajo esperando para salir.
—¿Has dormido bien?
—Esta noche sí.
—Me alegro. ¿Cómo te gustan las tostadas?
—Tostadas.
—Ya. Me refiero a si las prefieres blancas, marrones o negras.
—Supongo que marrones.
—Te lo digo porque en ocasiones suelo quemarlas. Elena se enfada conmigo.
—Pues ponlas como te gusten a ti.
—De acuerdo. ¿Mucha leche?
—No.
—Mamá, haz el favor, deja a Roberto que desayune tranquilo. Le agobias tanto como a mí.
—Tienes razón. Lo siento.
Con el último sorbo de café, el timbre sonó advirtiendo que los compañeros de excursión acababan de llegar. Celia repasó en voz alta con su hija cuantas cosas no debían olvidar y segundos después echaba la llave y bajaban al portal. Dos parejas con sus respectivas hijas permanecían junto a sendos vehículos. Uno de ellos era un todo terreno, el otro un sedán negro serie 5 de la marca alemana por excelencia. Celia se acercó a saludar y presentar a Roberto.
—Él es Roberto Hernán Carrillo, Comisario de Policía y un estupendo amigo.
—Encantado comisario.
—Por favor, nada de comisario, Roberto, si no os importa. Además, ni estoy de servicio, ni vosotros sois subordinados míos —dijo entre sonrisas.
—Como prefieras.
Las tres jóvenes reían mirando con detenimiento a Roberto, posiblemente después de escuchar a Elena un comentario jocoso.
—Cuando queráis podemos salir. Así cumpliremos el guion —señaló Celia.
—De acuerdo. Si alguno de vosotros conoce el camino, preferiría seguiros —añadió Roberto.
—Entonces iré el primero —dijo el padre de Mercedes.
—Está bien, pero no corras mucho —animó el de Gema.
—Imagino que pararemos —pidió Tati, madre de Gema.
—Por supuesto, no lo haremos de un tirón.
—Me alegraré por las vejigas —dijo la de Mercedes. –
—De acuerdo, entonces a los coches —pidió Celia.
Salieron del barrio para adentrarse en la Autopista de Colmenar Viejo y desviarse por la M-40 para encontrar la A-1 dirección Burgos. Celia subió al coche con Roberto mientras Elena, Mercedes y Gema se sentaron en la parte trasera del todo terreno. Pararon muy poco en Buitrago, el suficiente para tomar un café, por lo que a las 10 de la mañana pasaban por la Plaza Mayor de Sepúlveda para después; una vez reservada una mesa en uno de los restaurantes para las nueve personas; salir en dirección a las Hoces del Duratón.
Celia llevó consigo una cámara de fotos digital y de inmediato comenzó a tirar instantáneas. Las chicas escuchaban con atención las recomendaciones de Adolfo, padre de Gema, conocedor de la zona y especialista en aves. Describió con todo género de detalles las cualidades de los buitres de aquella zona y singularmente, la labor realizada por los grupos ecologistas que salvaguardaron durante años aquel reducto de buitre leonado. Llegaron hasta una ermita, al parecer edificada en honor a San Frutos, desde donde divisaron la grandiosidad de las Hoces. Desde allí pudieron ver las profundas cortaduras que dan forma al sistema del río Duratón. Según señalo Adolfo, aquella zona fue declarada parque natural y zona de especial protección para las aves en 1989.
El río Duratón atraviesa un lecho calizo excavando una brecha en la tierra y serpenteando entre barrancos de 100 metros de altitud en sus tramos más elevados. La brecha de 25 kilómetros de longitud se encuentra rodeada y cubierta por una abundante y variada vegetación. Pero tal vez lo más importante del parque sea la fauna. Fundamentalmente la presencia del buitre leonado. Decenas de parejas tienen sus buitreras en las paredes de las Hoces. Comprobaron su vuelo aprovechando las corrientes y planeando sobre la zona en busca de alimento.
—Podéis fijaros en aquella parte —dijo señalando con el brazo al otro lado del río—. Está muy escarpada y suelen dejar algunos animales muertos para que se alimenten.
Las tres jóvenes fueron pasándose los prismáticos para comprobar lo comentado por Adolfo. Además de los buitres, pudieron observar águilas reales, y pese a no poder verlos, supieron de la existencia de búhos reales, zorros y comadrejas. No acabaron de recorrer toda la zona, pues eran 5000 hectáreas, pero si buena parte de ellas, como comprobaron sus pies cansados y estómagos hambrientos, cuando llegaron poco más allá de las tres de la tarde al restaurante. Una vez en él y al terminar de comer, viendo que aún había gente esperando para degustar el estupendo cordero asado, se levantaron de las mesas y acudieron al bar para tomar los cafés y acompañarlos con un calmado cigarrillo y una posible copa.
Roberto se sintió animado y no reparó en contar algunas anécdotas simpáticas nada truculentas, dado que las tres jóvenes escuchaban entusiasmadas. Incluso llegaron a hacerle alguna pregunta. Celia escuchó sin pestañear como Gema decía a su hija Elena.
—¿Por qué no preguntas al novio de tu madre como hacen para averiguar el ADN?
—Se lo preguntaré en cuanto acabe la historia de las latas de espárragos.
—Es atractivo —dijo Mercedes.
—Claro. Mi madre no saldría si no lo fuera.
Celia sonrió sin mirarlas y esperó a que acabara Roberto con su anécdota. Luego.
—¿Te quedaste con el dinero?
—¿Tu qué crees? —respondió Roberto.
—Supongo que no.
—Piensa que los policías, debemos ser como la esposa del Cesar. No solo debemos ser honestos, sino parecerlo. Así, dos semanas más tarde volví a Ablitas y les devolví el dinero. Claro que siempre ganas algo y yo obtuve el premio de su amistad, que aún conservo.
La charla se mantuvo durante bastantes minutos, los suficientes para responder a las sonrientes y malintencionadas jóvenes, la batería de preguntas que le hacían. Celia se mantenía a su lado y con un ademán dirigido a su hija, acabaron las cuestiones incisivas. Luego comenzaron a comentar entre ellas, para poco después levantarse, abandonar el grupo y dirigirse al cuarto de baño del restaurante.
Al poco rato, apareció un agente de la Guardia Civil preguntando por el Comandante de Puesto al camarero de la barra.
—Nos dijo que vendría a comer aquí con su familia.
—Pues pasa directamente al comedor y comprueba si está. Yo no puedo salir, ya ves como esta hoy todo esto.
—Vale.
—¿Ocurre algo?
—Claro que ocurre algo, por eso vengo a buscarle.
Roberto escuchó la conversación y se fijó como al cabo de unos minutos salía un hombre acompañando al agente. Se acercaron hasta el rincón donde estaban y los oyó comentar.
—Mi teniente, el caso es que unos turistas han sido quienes lo han advertido, al parecer, se trata de un brazo humano. Parece como si se le hubiera caído a uno de los buitres.
—Pero hombre, como se le va a caer a un buitre. Esos animales comen en el suelo.
—Disculpe, yo no entiendo de aves. Pero no estaría de más que nos acompañara.
—Está bien, vuelve y diles que en menos de media hora estaré allí. Llamaré a la Dirección General para que nos manden un equipo científico.
—Disculpe Teniente —intervino Roberto— soy comisario de Policía en Madrid, no he podido por menos que escucharlos y quisiera ponerme a su disposición por si puedo ayudar.
Se lo agradezco comisario, aunque supongo que no estaría mal, hasta que llegara el equipo. ¿También está almorzando con la familia?
—En efecto.
—Ha traído coche, espero.
—Desde luego.
—Entonces abusaré de su oferta. Yo vine paseando con mi familia desde casa. Si me acompaña podremos acabar antes y volver con ellos.
—De acuerdo. Lo comentaré mientras hace lo mismo con los suyos. Le espero aquí mismo.
—Gracias comisario.
—¿Qué ocurre? — preguntó Celia.
—Aún no lo sé, pero debo echar una mano. ¿Podréis esperarme un buen rato?
—Supongo que sí. Aunque teníamos previsto salir antes de las siete de la tarde, por aquello de las caravanas de entrada a Madrid.
—No se cuánto puedo tardar, pero si se prolonga, llamaré para decírtelo y así os podréis ir con ellos.
—Nada de eso, vinimos juntos y volveremos juntos. Los tres.
—¡Pero Celia!
—Es mi decisión.
—Como quieras.
Capítulo 2
Roberto junto al Teniente y el guardia, llegaron donde horas antes estuvo con el grupo. Dos agentes impedían el acceso a la zona donde esperaban dos turistas adultos, aparentemente preocupados. Al llegar al grupo, tras bajar del vehículo, el oficial fue atendido de inmediato presentándole seguidamente a la pareja que encontró fortuitamente lo que parecía un brazo humano. Ahora cubierto con una manta térmica.
Una hora más tarde y después de sacar las correspondientes fotografías, anotar las direcciones y nombres de los testigos, optaron por abandonar el lugar y esperar a que apareciera un vehículo ocupado por tres técnicos de la Guardia Civil. Roberto miró el reloj y comprobó que se acercaba la hora de salida establecida por Celia y sus amigos. Tomó para llamarla.
—Todavía tardaré un buen rato. Preferiría que os fuerais a Madrid y no me esperarais.
—Tal y como dije antes, nos iremos los tres juntos.
—Pero Celia, puede hacerse tarde y Elena estará cansada.
—No te preocupes. En todo caso ella se puede irse con sus amigas, pero yo te esperaré.
—Como quieras.
—Eso quiero. Además, es posible se quede a dormir con Gema o Mercedes. Creo que lo están preparando. ¿Qué hago?
—Déjala ir, nosotros seguramente la aburriremos.
—Como digas. Te esperaré aquí mismo.
—En cuanto acabe te recogeré para volver a Madrid.
—Tranquilo. No hay prisa.
—Disculpe comisario —pidió el oficial— ahora fui yo quien le escuché. Váyase si quiere, ya nos ayudó- Se lo agradezco sinceramente.
Preferiría conocer más detalles.
—No se preocupe, le tendré al corriente, bien por teléfono, bien por el correo electrónico que me ha dado.
—Si es así, me marcho.
—Gracias comisario.
—Hasta pronto.
Nada más entrar en el restaurante, buscó con atención a Celia. No vio al grupo, por lo que dedujo se habían ido. Estaba sentada frente a una mesa. Sus cabellos castaños brillaban al responder la llamada de algunos rayos de sol que aún se colaban por la ventana. Algunos de sus rizos alargados, descansaban por encima de sus hombros. Llevaba la misma melena corta que cuando la vio por primera vez. Sobre su rostro unas grandes gafas de sol trataban de ocultar sus preciosos ojos marrones. En su muñeca izquierda un reloj deportivo con cadena metálica y en el dedo anular de la misma mano, un anillo dorado. El cuello lo realzaba un collar de divertidas figuras imposibles hechas con piedras de color rosa. La blusa o camisa; nunca supo establecer la diferencia entre ambas prendas; mantenía alegre su rostro, destacándolo de los cuadros grandes, azules claros y oscuros, amarillos y pardos. A un lado, descansando sobre una banqueta, un bolso blanco con ribetes azules oscuros con unas estrellas en positivo y negativo. Azules sobre fondo blanco, y blancas sobre fondo azul.
Como si se hubiera disparado un resorte, nada más ver a Roberto, Celia se levantó para mover el brazo indicándole su posición. El caminó con cierta rapidez haciendo ademán de disculparse. Nada más llegar a su lado, ella avanzó hacía él y le abrazó al tiempo que besó sus labios. Quedó perplejo, sin saber que decir. Tenía previsto disculparse con unas palabras por la tardanza, y sin embargo no tuvo más remedio que permanecer en silencio esperando las de ella.
—¿Te ha pasado algo? Has tardado mucho.
—No. Nada.
—¿Terminaste ya con tu trabajo?
—Desde luego
—¿Problemático?
—Creo que sí, pero no es mi jurisdicción.
—¿Puedo saber de qué se trata?
—No me gusta mucho hablar de mi trabajo, sobre todo cuando se trata de la muerte de una persona.
—Entiendo. Crees que tal vez pueda molestarme.
—No. Ni mucho menos, pero en este caso es desagradable. Es más, hemos tenido suerte. Las cosas ocurrieron una hora después de salir nosotros de aquella zona. Si hubieran estado las chicas se habrían asustado.
—¿Qué ha pasado?
—Una pareja ha encontrado un brazo humano, supuestamente de un hombre.
—Comprendo
—Ya veo que se han marchado todos.
—En efecto. Elena se quedará a dormir con Mercedes en casa de Gema.
—Entonces nos podemos marchar cuando quieras.
—Iba a proponerte algo.
—¿Adelante?
—No tenemos prisa, mañana es domingo. Las chicas suelen ser dormilonas, y si tú no tienes nada que hacer, me gustaría pasear por aquí, si no te importa claro. Ya tendremos tiempo de ir a Madrid para recoger a Elena mañana. Además, nos han invitado a comer a los dos cuando vayamos a recogerla.
—Pero…
—Como supondrás, no he contestado a la invitación, depende de ti.
—Me siento un poco agobiado.
—Lo siento. Aunque es posible que, bueno, ya abordaremos el tema más adelante. Sabrás que caíste bien a las chicas. Sus padres están encantados contigo. Incluso dicen que hacemos muy buena pareja.
—No lo dudo, pero no conoces parte de mi vida. Sabes que hace meses perdí a mi mujer, y no sé si soportaría otra relación tan inmediata. Disculpa, no quise molestarte. No es a ti a quien soporto, sino a mi propia personalidad. Deberíamos hablar sobre esto Celia. Eres una mujer estupenda. Me agradas, estoy muy bien contigo. Cuando salimos a pasear o tomar una copa, por la noche no tengo pesadillas, duermo bien. Eso debe significar algo, pero no conoces el contenido de ellas. Mis fantasmas. Eso es lo que no puedo soportar. Se que no me explico debidamente, pero no quisiera apagar tu ilusión. La comparto, pero…
—¿Entonces que te ocurre? Cuéntamelo, así sabré como eres en realidad. Lo estoy diciendo porque —deja de hablar.
—¿Por qué?
—Déjalo. Salgamos de aquí, paseemos, cenemos juntos y deja que disfrute de unas horas contigo, sin la constante, aunque gustosa, ocupación de madre.
—De acuerdo. Salgamos de aquí y dime donde te apetece ir a cenar.
—Me gustaría ir a El Latigazo. Donde me llevaste el día que nos conocimos.
—Eso nos obligará a cambiarnos de ropa.
—Lo sé.
—Bien entonces vámonos. Tenemos más de una hora para llegar a Madrid.
Celia se agarró del brazo de Roberto y ambos salieron del establecimiento. El sol ya comenzaba a declinar, tratando de ocultarse entre las colinas serpenteantes que rodean Sepúlveda. Al llegar junto al coche, él abrió la puerta y dejó que se sentara. En ese momento sintió un repentino deseo de besarla. Mientras se acomodaba y comenzaba a deslizar el cinturón de seguridad, introdujo medio cuerpo en el coche y sin dudarlo, la besó. Luego se separó, cerró su puerta y rodeo el coche para abrir la suya, sentarse y ajustarse el cinturón. Los dos guardaron un silencio cómplice.
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