Después de caminar durante una hora, entré en una cafetería que tenía ganas de conocer. Limpia, con luces que iluminaban la barra y el resto del establecimiento. Camareros limpios de vestimenta, atentos y solícitos, no aquellos que durante minutos esperas a que quieran atenderte, no te miran, y si lo hacen te sientes invisible, pues ni siquiera preguntan si quieres beber algo o te encuentras allí mientras esperas al bus. En ese momento deseas marcharte sin tomar nada, han pasado demasiados minutos y se han dedicado a atender a otros clientes que llegaron después, bastante tiempo después. Sol y Luna creo que reza el cartel situado por encima de la puerta de entrada.
En este caso un camarero llamado Luis; así le llamó mi vecino de barra al pedirle la prensa del día, después de atenderle escuchó mi demanda de café y pocos segundos más tarde, se presentó con un servicio de taza, plato y cucharilla, para posteriormente alcanzar dos jarras con leche, una caliente y otra fría, por si deseaba el café templado. Fue un verdadero placer tropezar con un buen profesional de la hostelería.
Mi vecino acabó su café y media tostada con aove, acróstico de aceite de oliva virgen extra, y continuó leyendo el periódico. De vez en cuando echaba un vistazo a los titulares. Al acabar me lo ofreció, aunque no acepté su lectura, y sí la charla que iniciamos de inmediato.
Hablamos durante varios minutos, y al salir del establecimiento nos despedimos. Supe que posiblemente alguna otra mañana volvería a encontrarme con aquel hombre y que tal vez repetiríamos escuchar y ofrecer opiniones de toda índole.
Como el, proseguí mi camino, sin embargo una de las anécdotas escuchadas me fue martilleando una y otra vez, como si tuviera ganas de ser contada dada la singularidad.
Uno de mis hijos dispone de un apartamento en San Juan de Alicante. Suelo acudir cada verano. Sus playas son largas y amplias. Cuando acabo las obligaciones mañaneras, sobre las doce y media de la mañana, solemos bajar a la playa mi esposa y yo. Ella toma el sol más de lo que debiera. Yo como no soporto estar quieto, camino a lo largo de la playa para dar un largo paseo. En uno de ellos me encontré con un niño pequeño de unos cuatro años aproximadamente parado en mitad de la mojada arena. En sus manos un cubo y una pequeña pala de plástico amarillo. Miraba a un lado y otro, como si buscara a alguien. Me paré y pregunté ¿Te has perdido? y sin dudarlo respondió, no, yo no, se han perdido mis padres. Me quedé callado, me habría gustado sonreír, pero advertí que sus palabras encerraban algo más que una mera respuesta infantil, la concepción de un concepto. Me mantuve al lado del niño esperando a que alguien apareciera o llevarle a una de las casetas de la Cruz Roja y diera la alarma a sus padres. Sin embargo poco después aparecieron, me agradecieron la espera. El niño sonrió. Su madre le tomó de la mano y dijo, ¡Vamos Mariano, es hora de volver a casa!
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