Revisado y actualizado.
El 23 de Noviembre hará 29 años que falleció mi Madre. Como a todo ser humano que se precie, los sentimientos de tristeza, soledad y sobre todo orfandad, entre otros, surgen de manera espontánea y es en ese momento cuando una extraña nube invade mi espíritu de manera incontrolable.
Los buenos recuerdos como si se tratara de una lucha final, intentan adueñarse de la mayoría de mis pensamientos. Tal vez sea una tentativa de ganar la partida a la añoranza y afincarme en lo verdaderamente importante, la relación materno filial.
Si durante la vida al lado de mi Madre se produjeron hechos, unos más alegres que otros, los tristes desaparecen como por arte de magia y quedan únicamente los buenos, los que me hacen sonreír y volver a disfrutar rememorando la alegría de entonces. Sin embargo, en ocasiones algunos se convierten en minúsculas gotas, amargas e incontrolables que resbalan de mis ojos.
Cada año cuando llega ese nefasto 23 de Noviembre, allí donde me encuentre hago una ofrenda con un ramo de una de sus flores predilectas, claveles, además de guardar unos minutos de recogimiento en su memoria mientras disfruto de un maravillo recuerdo de mi infancia.
Vivíamos en un barrio obrero a las afueras de Madrid. Lo formaban edificios de tres alturas, sin agua caliente ni otras delicadezas parecidas. En la cocina solo se utilizaba carbón y el baño se nos antojaba un lujo solo alcanzable en las películas norteamericanas que veíamos. La Coma se llama el barrio, muy cerca de otro de chalets construidos por presos políticos de la dictadura franquista, puestos a disposición de una gran constructora, que evitaré mencionar para eludir otro tipo de disquisiciones y tal vez conflictos, aún hoy latentes. Ambos barrios están situados al norte de Madrid, entre el que fuera pueblo de Fuencarral y las denominadas tapias de El Pardo. Mirasierra, que así se llama todavía dicho barrio, se distinguía de La Coma, porque aquel estaba formado por chalets de una altura rodeados de amplios jardines.
Muchas tardes al salir del colegio y antes de ir a nuestras respectivas casas a merendar un trozo de pan con chocolate sin leche, o un pedazo de queso amarillo; del que graciosamente regalaron los norteamericanos en aplicación de ese estupendo Plan Marshall, que España alcanzó de puro rebote; junto a mis amigos y compañeros de juegos, caminábamos por una carretera denominada de La Playa, absurdo e incomprensible nombre; en dirección al pueblo de Fuencarral con el deseo de ver a los trabajadores voluntarios subir a los camiones, tras acabar sus inacabables jornadas laborables y regresar donde quisieran llevarlos. Nunca lo supe, aunque lo imaginé, pero a sus hogares y con sus familias, lo dudo mucho.
A veces con mis amigos Piqui, Tiani y Sangil, nos ocultábamos en una de las trincheras construidas durante la guerra civil, aún estables, para observar como al caer el sol, la explanada donde se encontraba situado el cartel anunciador de la construcción los chalets de Mirasierra, se llenaba de ampulosos coches norteamericanos, bien de la base de ocupación en aquel entonces, Torrejón, bien del hospital reservado específicamente para los yakies. Poco despues de aparcar, veíamos como se empañaban los cristales y comenzaba cierto movimiento acompasado. En una ocasión evitamos consumaran su relación, arrojando al coche cascotes de tierra desde la trinchera. Al día siguiente con la luz del día comprobábamos como en el suelo, algo que en entonces desconocíamos dada nuestra edad, hoy habríamos dicho que eran condones.
Mi educación, ademas de ser dirigida por mis padres, lo hacía espantosamente Don Pifo (Rafael), un cura ayudante del que fuera párroco y sacerdote del equipo de fútbol Atlético de Madrid, que trataba de enseñarnos religión y latín, si bien se incrustaría como espina una de las materias que peor llevé, «formación del espíritu nacional» ensalzadora de las virtudes de los ganadores de la fratricida guerra, golpistas y condenatoria de los perdedores republicanos. Nunca superé el aprobado raspado.
Ver a los obreros obligados, los coches norteamericanos practicando sexo, como el resto de vivencias, se diluían al llegar el fin de semana. Cada sábado la familia al pleno, viajábamos en una camioneta que no autobús, al barrio de Cuatro Caminos. Nos llevaban a una sesión doble de cine a cualquiera de los existentes en la zona, Montija ( palacio de las pipas) Europa, Ástur, Cristal o Lido.
Era una sensación tan maravillosa acudir con mi familia al cine, que solo con cerrar los ojos me veo sonriente y hablador de la mano de mi madre, comentándole escenas de una de las películas, como si ella no la hubiera visto. Después caminábamos hasta uno de los muchos bares del barrio para tomar un bocadillo de calamares y un refresco de trinaranjus. Al acabar y eliminar las migas de las bufandas; siempre recuerdo esos momentos en invierno; íbamos de nuevo a la parada de la camioneta para regresar a La Coma pasando por el barrio de Peñagrande. En ese corto trayecto parábamos en un kiosco de prensa para comprar sendos tebeos; entonces no se llamaban cómics; para mi hermano El Jabato, para mi Diego Valor, héroe que luchaba contra el Mekong de los viganes habitantes del lejano Venus. Al llegar a casa nos metíamos en la cama; por aquello del frío y falta de calefacción; a esperar que llegara el domingo. Era otra fiesta, mi Padre era el primero en levantarse, preparaba unos picatostes o compraba churros y porras para desayunar. El resto del domingo lo ocupábamos en jugar al balón en una explanada situada muy cerca de una casa con molino para extraer agua. Antes de las dos de la tarde regresábamos a casa para el momento de la comida, arroz con pollo que mi Madre preparaba cada domingo.
Aún hoy mantengo con cariño cada ejemplar coleccionado de Diego Valor, en realidad y a estas fechas en poder de mi hijo que espero los reserve. Mis recuerdos de aquellas tardes de sábado perduran y los vuelvo a revivir. Veo la sonrisa de satisfacción de mi Madre al ver a sus dos hijos deseosos de llegar a casa para leer los tebeos.
He tenido mucha suerte, tuve una estupenda familia y una Madre maravillosa.
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