No puedo acercarme al mar de levante
si tu no estás a mi lado.
Para Gloria MB.
El verdadero amor puede adormecerse,
pero nunca perderse u olvidarse.
Siempre perdura.
Sailor
Conocer el amor de los que amamos
es el fuego que alimenta la vida.
Pablo Neruda.
1
Gemma. Mi abandono de Alberto
La última vez que tuve noticias suyas fue a través de una carta a la que acompañaba una composición realizada con fotos mías, otras suyas y las menos, de ambos juntos, tal vez hechas en alguna de las ciudades que visitamos juntos. Desde entonces el silencio acompañó su desaparición. Tal vez fui yo quien ocasioné la definitiva ruptura y posterior separación al no responderle y con ello proporcionarle otro motivo para mantener el silencio y ausencia de mi vida, cada vez más difícil ¿Qué no habría dado de no haberme sentido tan cobarde?
Durante mucho tiempo me sentí mal hasta comprender que mantener esa situación solo serviría para alimentar mi arrepentimiento y constatar que aún existía parte del cariño que nos regalamos. Cuantas vivencias y promesas de futuro nos hicimos.
Creo que a partir de ese momento me convertí en un ser despreciable y aunque tengo familia, escondí mis elucubraciones, deseos y anhelos ante ellos. Acepté de manera inequívoca el compromiso adquirido con mi marido e hija, aunque estaba dispuesta a encontrar a Alberto, el hombre que tanto significó para mí y no supe retener.
Hoy es el primer día de mi búsqueda. Atrás quedan años, fechas, conmemoraciones, tantos momentos juntos y recuerdos mezclados con deseos de encontrarme otra vez frente a él, que se me hace cada día más difícil soportarlo. Gracias a las nuevas tecnologías decidí partir de la primera idea que me surgió, localizar a algún familiar suyo. Recordé a su hermana, pero no disponía de su número de teléfono ni la dirección exacta. Tampoco el apellido del marido, no obstante, la encontré.
Aún vivía en aquel barrio al que solo fuimos en una ocasión. No me gustó, en realidad a ninguno nos gustaban las casas construidas, su arquitectura y diseño, sus calles y aú menos las gentes que lo poblaban. Cuando nos invitaban a visitarlos y ver a sus sobrinos; dos niños brutos y maleducados; inventábamos algún pretexto para evitarlos. Creo que siempre tuvieron en cuenta nuestra negativa, aunque no nos importó.
Con ese mínimo dato aproveché una tarde libre para presentarme en el domicilio de su hermana. Descubrí satisfactoriamente los cambios sufridos en el barrio, nuevas edificaciones y un hermoso parque con frondosos árboles y parterres cubiertos de flores rodeando dos centros culturales. Aparqué el coche cerca del número 27 de la calle y caminé despacio, construyendo las frases que debía pronunciar nada más ver a su hermana. Cuando pulsé el timbre y escuché su voz preguntando ¿Quién es?, respondí de inmediato, añadiendo una absurda disculpa y, sobre todo, mi interés por conocer ciertos datos.
—Está bien, sube —me dijo.
—Gracias —respondí.
Sin saber la razón no quise utilizar el ascensor, así que cuando llegué al rellano del tercer piso, ella me esperaba con la puerta de la vivienda abierta. Nos saludamos dándonos un beso en la mejilla. De inmediato me hizo pasar y cerró silenciosamente la puerta. Atravesamos un pequeño vestíbulo, que no recordaba, entramos en un salón, también desconocido y supuestamente redecorado. Recordé su manía de hacerlo cada año.
—¿Te apetece beber algo?
—Te lo agradezco, pero no, muchas gracias.
—¿Qué te trae por aquí?
—Me gustaría hablarte con toda la sinceridad que puedo, por eso no eludiré la razón por la que vengo a tu casa.
—Te escucho.
—Supongo que conoces la desventurada relación con Alberto.
—En efecto, jamás la entendí, pero como suele decirse, en la vida de los demás nadie debe inmiscuirse a no ser que te pidan ayuda.
—Como consecuencia de nuestro último encuentro; de esto hace mucho tiempo; he perdido su rastro, desconozco donde ha podido ir y cómo se encuentra. He llamado repetidas veces al teléfono que me llamó la última vez y ya no existe, lo he confirmado en la compañía telefónica. Necesito saber dónde está, hablar, disculparme y tratar de no enmarañar más nuestras vidas ¿Sabes dónde vive? ¿Tienes su número de teléfono? No sé, algún dato que me permita encontrarle.
—Lo siento por ti, pero desde mi divorcio nada se de mi familia, y aún menos de tu preocupación. No puedo ayudarte.
—¿Ni tan siquiera sabes donde pudo haber ido?
—Disculpa, pero no vivíamos juntos, cada uno de nosotros tiene su casa y vida. Tal vez la suya siempre parecía soportar una especie de castigo. Se mantenía esperanzado de que algún día volvería a tu lado definitivamente. A veces hablábamos por teléfono, momento en que notaba su desesperación, irritación, pero sobre todo angustia. Entonces se refugiaba en algún lugar alejado de ti y soportaba estoicamente el dolor de la separación y la angustia de no poder abrazarte. Después regresaba intentando volver para convencerte, y como puedo comprobar no lo consiguió.
—¿Sabes la población en la que pensaba refugiarse?
—Nunca me lo dijo, aunque supongo que no será muy lejos. No es una persona a quien le guste conducir muchos kilómetros.
—Eso lo sé. Cuando salíamos de viaje era yo quien lo hacía.
—Pues poco más puedo decirte.
—Te lo agradezco sinceramente.
— Si llegas a encontrar su escondite dile por favor que me llame.
—Lo haré. Gracias por todo.
—De nada. Tú también deberías llamarme de vez en cuando, no muerdo.
—Lo haré te lo prometo, si me das el número.
Salí de allí como había entrado, pensando en el dolor que le produje a quien sin embargo, amé con todas mis fuerzas. Lástima que nuestra penúltima reconciliación durara tan poco y me proporcionara, que se yo, absurdas razones para casarme y tener una hija. Ahora cuando lo pienso, no dudo cuanto debió sufrir, cuanto sentimiento de fraude se pudo introducir en sus venas.
Fue necesario aparcar el dolor que produjo mi decisión y durante años, la cobardía se adueñó de mí. No obstante, cuando recibí las fotos y aquella carta que sentó tan mal a mi cónyuge, no tuve suficiente fuerza para acudir a su llamada y hoy, después de dejar pasar tanto tiempo me veo en la obligación de no condenar mi pasado, nuestro pasado, al completo olvido. No sé si necesito su presencia, que sí, aunque dudo poseer la fuerza necesaria para enfrentarme al futuro. Creo estar en una encrucijada de difícil solución, pero no tengo duda, debo hacer un último intento por regularizar mi vida, va siendo hora.
Comenté con mi familia la necesidad de ocuparme y buscar mi futuro. Mi cónyuge no estaba conforme y mi hija no puso pega alguna, es lo suficiente adulta para no plantear dudas sobre mi petición, en realidad decisión, no pretendía obtener su autorización para continuar buscando.
El primer día laborable obtuve permiso en la empresa donde trabajo para tomar veinte días a cuenta de mis vacaciones. Aludí motivos personales únicamente. Al finalizar la jornada, regresé a casa para dar la noticia. Más adelante decidiría si iba o no a continuar, dependería si encontraba o no a Alberto.
—¿Te echarás atrás de tu decisión? —preguntó mi marido.
—No puedo, es necesario hacer lo que me propongo.
—De acuerdo. Pero convendrás conmigo que es de todo punto anormal en una convivencia matrimonial como la nuestra, que uno salga a buscar al amor de su vida haciendo dejación de sus obligaciones y compromisos. Debo hacerte comprender la posibilidad que ni tu hija ni yo, estemos aquí cuando regreses ¿Lo has analizado debidamente?
—Sabréis vivir sin mí y yo sin vosotros. Precisamente tú, que lograste casarte conmigo como consecuencia de una de mis desavenencias con quien ahora busco, y porque desconozco si ha sufrido alguna consecuencia nefasta como resultado de mi cobardía, ¿Te atreves a chantajear y amenazarme? Tal vez sea mejor, como dices, no encontrarte cuando regrese, si es que lo hago.
—Espera, no quise decir eso.
—Pues te ha salido algo horrible.
—No te marches.
—Me lo debo y, se lo debo. Es preciso y ahora más que nunca. Me marcho.
Recogí la maleta con algo de ropa, algunos recuerdos y salí de aquel hogar que no me correspondía. En mi vida con Alberto nunca recurrí a amenazas, ninguno de los dos lo hacíamos, solo nos enfrentábamos porque nuestros conceptos diferían. Siempre dijimos en aquellos momentos, que lo mejor era separarnos. Nunca llegamos a considerarnos enemigos, éramos una pareja que no encontraba su exacta posición, pese a las discrepancias y ausencias. Nuestra vida fue un ir y venir constante, quizás debimos haber estado siempre así, pues no había duda que nos amábamos. Me arrepiento de haberme casado, aunque no del nacimiento de mi única hija.
Salí con una sola pretensión, acabar mi vida junto a la suya, fuese como fuese, hiciéramos lo que hiciéramos, debíamos aprovechar cada momento, dulce, amargo, fuerte o débil. Me prometí no volver a abandonar nuestra particular forma de vivir, lo lamentaba por aquellos que nunca apostaron por nosotros y en particular por mi hija, pero todo podía arreglarse. Todo menos perder la razón de mi existencia.
Arranqué el coche sin saber dónde dirigirme, luego recordé las palabras de su hermana. Paré un momento y rescaté un mapa para trazar un círculo alrededor de la capital, con poblaciones pequeñas por dónde iniciar la búsqueda. No era amante del sur, sus pueblos no reflejaban el espacio que necesitaba. Tampoco el oeste y aún menos el este. Seguramente se dirigió al norte. Marqué los pueblos y comencé a recuperar conciencia de la búsqueda. Estaba en disposición de recorrer todas las calles de la primera población, preguntar por alguien recién llegado al pueblo. No tuve suerte en las primeras cinco, sin embargo, en la sexta, encontré algo que llamó mi atención.
Llegué a primera hora de la mañana con el cansancio señalado en mi rostro, por no haber dormido absolutamente nada. La cama que tuve en el quinto pueblo fue horrenda. Además, los ruidos de la calle no conseguí eludirlos, estuve en vela hasta cerca de las cinco de la madrugada y cuando a punto estaba de cerrar los ojos, un camión recogiendo basura, volvió a desvelarme. Opté por ducharme y salir para cubrir la sexta etapa, donde hoy me encuentro.
Entré en el primer bar que encontré abierto, justo frente a la plaza del Ayuntamiento, con su reloj y campana de avisos. Me senté en una banqueta en la barra y pedí un desayuno con churros, de los que en ese momento una mujer con mandil blanco dejaba caer sobre una freidora humeante. A mi lado y mientras esperaba, hojeé el periódico de la zona y me detuve en un titular.
El Alcalde otorgará los títulos de hijos adoptivos de nuestra población a los insignes pintores, escultores, escritores, ajedrecistas, médicos y profesionales en general, que han decidido asentarse en nuestro pueblo y formar parte de nuestra comunidad. Por ello y como agradecimiento, el próximo domingo a las doce y media de la mañana, serán entregadas las medallas tras unas palabras en presencia de cuantos vecinos deseen estar en el salón de Actos del Ayuntamiento. Esperamos la presencia de cuantos quieran unirse al homenaje.
A continuación de la crónica, una relación de nombres a quienes se entregarían las medallas de hijos adoptivos de la población. Entre todos había un nombre que me causó alegría. Allí estaba Alberto, aquel pueblo era su refugio, lo había encontrado. Contuve mis nervios a base de café y churros. Me mantuve expectante y conseguí acabar de leer el resto de las noticias del periódico.
Pregunté al camarero sobre la noticia y cuando le enseñé la página del periódico, se me quedó mirando extrañamente diciendo.
—¿Sabe que se parece mucho a una persona de este pueblo?
—¿Qué?
—Nada, déjelo estar.
—No, no, dígame, no le he entendido.
—Decía, que se parece mucho a una persona que vive en el pueblo. La veo con cierta frecuencia.
—Será coincidencia.
—Eso parece.
—Oiga, una pregunta —dije señalando el nombre de mi preocupación incluido en la relación de hijos adoptivos del pueblo.
—¿Conoce a esta persona?
—Desde luego.
—¿Desde cuándo vive en este pueblo?
—Hace unos cuantos años. Al menos doce que tiene una casa, aunque vivir, vivir, podría decir que no llega a dos años cuando es estableció definitivamente. Lo recuerdo porque en esas fechas mi padre me cedió este bar y para celebrarlo invité aquel día a todos los clientes, él estaba entre ellos.
—¿Sabe dónde vive?
—La dirección exacta la desconozco, pero su casa está situada casi en la falda de la montaña. Es antigua. Su anterior propietario fue el médico del pueblo. Cuando murió, su familia la puso en venta y durante años nadie la compró. Hace doce años supimos que él la compró y remozó después.
—Gracias. ¿Cómo puedo llegar allí?
—En coche, solo tiene que ir camino de la estación de ferrocarril, al final de la calle, encontrará la casa de los hippies, tienen dos o tres perros, tenga cuidado. El camino asfaltado le llevará hasta la casa.
—Muchas gracias, cóbreme el desayuno y una buena propina por la información.
La mañana pese al frio reinante, estaba soleada e invitaba a pasear, pero eran más los deseos de encontrar mi futuro, así que me metí en el coche y siguiendo las indicaciones del camarero giré a la derecha al encontrar la señal indicando Estación FFCC 500 mts. Pasé por delante de la casa hippie, pintada de llamativos colores, resaltando flores y dibujos psicodélicos y me introduje en el camino. Comencé a subir hasta la falda de la montaña. Los pinos cada vez más espesos ocultaban la visión de la casa. La vi cuando el porcentaje de elevación de la calzada se hizo más duro, obligándome a meter una marcha más corta y potente.
Entré en un amplio jardín y aparqué el coche. Las ventanas de la vivienda permanecían cerradas, posiblemente era pronto para airear la casa. Subí los cuatro peldaños que me separaban de la puerta principal y busqué un timbre para pulsarlo. No había, por lo que no tuve más remedio que golpear tímidamente la hoja de madera de la puerta. Nadie me abrió. Esperé para repetir y obtener igual resultado. Miré el reloj, aún no eran las once de la mañana. Resolví marcharme no sin antes revisar el perímetro de la casa y sobre todo un pequeño edificio anexo, con un gran portalón metálico cerrado. Miré a través de un agujero y no vi más que herramientas y otros objetos desconocidos. Decidí volver más tarde.
Bajé al pueblo y esperé hasta la hora del almuerzo. Tampoco en esa ocasión tuve suerte. Almorcé en el mismo bar en que desayuné y crucé unas palabras con el mismo camarero. Me informó que llevaba tres días que no aparecía por el bar a tomar algo. Acostumbraba tomar un vino blanco y aceitunas.
2
Decidí hacer guardia dentro del coche desde el único paso a la casa. Al caer la noche me pareció ver un vehículo con las ventanas tintadas, atravesar velozmente la calle de la estación. Le seguí y vi como giraba a la derecha de la casa hippie. Sin luces que me permitieran conducir, las llevaba apagadas para no ser vista, esperé a que se ocultara entre los árboles para continuar. Aguardé hasta ver como abría el portalón metálico, metía el coche y caminaba hasta la puerta principal. Tomé aliento y decidí caminar hasta allí, dejando el coche junto a unos pinos, fuera del camino. El trayecto me pareció largo, quizás por los sonidos y gruñidos de algún animal desconocido. Hubo un momento en que sentí un escalofrío recorrer mi espalda, aligeré la marcha mirando hacia atrás de cuando en cuando, hasta llegar a la cerca que separaba el jardín de la casa, la superé y avancé hasta los escalones.
La madera no pareció sonar al descansar mi cuerpo sobre las láminas del suelo. Golpeé la puerta y esperé con temor. La casa estaba completamente a oscuras, ni una sola luz rompía la negrura de aquel lugar. Silencio, solo silencio. Volví a golpear, esta vez con el puño. Oí unos pasos, alguien se paró al otro lado de la puerta, descubrir el ojo de la mirilla y mirar por ella. Los pasos desaparecieron y regresaron de nuevo, esta vez con más decisión. Esperaba oír la voz de Alberto, deseaba con todas mis fuerzas fuera la suya.
—¿Quién es?
Sonó con fuerza y decisión, pero no respondí, debía analizar si el tono de voz denotaba agresividad o enfado, no respondí hasta escuchar de nuevo.
—¿Quién es?
Ahora si respondí, de lo contrario todo mi esfuerzo se diluiría como azúcar en una taza de té.
—¿Quién es? —vuelve a preguntar.
—Soy Gemma —digo con todas mis fuerzas.
—¿Qué Gemma?
—Alberto, soy Gemma, tu Gemma, he venido a buscarte.
—Está bien, te dejaré pasar, pero no deberías haber venido, tu turno es más tarde.
—Abre, por favor, creo que me confundes.
—De acuerdo, pero no puedes quedarte, la Gemma numero dos está aquí todavía.
Me extrañó oír aquella frase.
—Ábreme, necesito verte.
—Esa frase es nueva, no está incluida en el protocolo.
—Abre por favor, es importante que nos veamos.
—De acuerdo, abriré, pero repito, la numero dos todavía no se ha marchado.
—No entiendo, pero no importa, ábreme.
Abre la puerta y me invita a pasar. Me mira de arriba abajo, incluso toca mi cara con su mano. Después me acompaña al salón. Una mujer aparece sentada en uno de los sofás, las ropas que lleva me recuerdan a las que llevé en un viaje con Alberto a Lisboa. Una blusa similar, gafas de sol casi idénticas, incluso el bolso que descansa junto a ella. Miro a Alberto y espero.
—Debo prevenirla, no puedo avanzar más deprisa. Las pautas las marco yo, tendrá que decir a la Agencia cuando regrese, que suspendan los envíos, aunque debo apreciar que cada vez lo hacen mejor. Posiblemente sea usted una de las mejores que han enviado, solo que aún no he llegado a la época que representa, la actual.
—Alberto por favor. ¿No te das cuenta? Soy Gemma, tu Gemma.
—Todas ellas son Gemma, es una de las condiciones que impuse a la Agencia, ser convincentes, que me asombraran con su parecido a ella.
—Repito Alberto, soy la verdadera Gemma, no pertenezco a esa Agencia que mencionas.
—Bien, vale, lo que quieras, pero ahora tendrás que marcharte, hasta el mes que viene no entro en la época de finales de los ochenta, primeros de los noventa.
Mientras Alberto se retira del salón aludiendo va a cambiarse de ropa, supe lo que mi sexto sentido me indicaba y le ocurría a Alberto. Me levanté del sillón y pedí a la Segunda Gemma.
—¿Te importa prepararnos un té?
—Claro que no.
—Pues ve y tarda al menos quince minutos, debo hablar con Alberto.
—Bien.
Espero el regreso de Alberto. Lleva puesto un pantalón beige y un suéter de cuello cerrado por el que asoma una camisa de cuadros pequeños azules y blancos. En sus pies unos zapatos de piel vuelta marrones y en la mano, un documento mecanografiado.
—Toma, lee este documento, sobre todo las cláusulas finales. Verás que solo yo decido cuando debéis venir, ni antes ni después. Adelantarte no conduce a nada, no pagaré un euro más.
Leo con atención el documento y en efecto, es tal y como he imaginado. Alberto tiene a su disposición un equipo de gente buscando mujeres que se parezcan a mí. La escala de edad va desde cuando nos conocimos hasta que nos separamos la última vez. Solo él puede solicitar la sustitución por otra Gemma a medida que revive momentos de nuestra vida juntos, y hoy, en ese preciso instante yo era su última Gemma, la que representaba mi supuesta y actual edad, con la que hipotéticamente debía pasar sus últimos días. Comprendí todo en un momento, y sentí un intenso dolor en mi corazón que no pude soportar, comencé a llorar. Alberto se levanta del sillón y se acerca ofreciéndome un pañuelo para enjugar mis lágrimas.
—Toma. No te pongas así, no te preocupes. A la segunda Gemma le quedan solo unas semanas, luego vendrá la tercera y por fin tú, la cuarta. Tendrás las mismas oportunidades que las demás. Cálmate. Ahora descansa unos minutos y podrás marcharte.
—Gracias Alberto, eres un buen hombre.
—Eso no está en el guion.
—Ya, pero me ha salido sin poderlo evitar.
—No importa, me agrada. Además, te pareces tanto a ella.
Tomé el té y antes de marcharme pregunto a Gemma número dos el teléfono de la Agencia, la dirección y el nombre con quien debo ponerme en contacto en este asunto con Alberto. Luego me despido de ambos y regreso al coche.
Alberto al ver que camino entre los árboles bajo la oscuridad de la noche, se brinda a acompañarme hasta el coche. Le indico que lo tengo aparcado a unos doscientos metros. Me toma del brazo y sin querer me comenta momentos que vivimos juntos. Al llegar al coche entro, le invito a que lo haga para devolverle a su casa. Acepta y cuando nos despedirnos me pide le adelante un beso, seguro que todas las Gemma de la Agencia están obligadas por contrato. Le beso, necesito besarle, saber que está allí, aunque su mente parece haberse parado, reviviendo momentos conmigo.
Bajé llorando hasta el pueblo y busqué un sitio donde dormir, no tenía intención de conducir de noche. Además, me sentía desolada, incapaz de tomar decisión sobre que debía o no hacer. Opté por esperar al domingo y entrar en el salón de actos del Ayuntamiento para ver como Alberto era homenajeado junto a los otros hijos adoptivos, él como escritor. Lo abandoné cuando comenzaron a fijarse en la Gemma que acompañaba a Alberto y en mí.
Tan pronto regresé a la ciudad visité de nuevo a su hermana, la comenté cuanto había descubierto. Se enfadó conmigo y me pidió resolver la situación de alguna manera. No le descubrí mis intenciones respecto a Alberto, aunque si respecto a mi marido e hija. Mi marido no lo aceptó, pero no tuvo más opción, no se la di. Espero que mi hija lo comprenda, es suficiente adulta como para entender que su madre siempre deseó lo mejor para ella, es hora de que ella me lo desee a mí. Es precisamente lo que necesito. Lo siento por Adolfo, pero no puedo abordar el final de mi vida sin cubrir la etapa que debí llenar, abandonando al único hombre que me ha querido con todo su espíritu y ser hasta el punto de crear un mundo imaginario.
Me mantuve cerca de Alberto quedándome a vivir en el pueblo y así controlarle estrechamente. A veces la segunda Gemma y yo nos encontrábamos en alguna tienda y le pedía me comentara como estaba. A la cuarta semana desapareció. Acababa el mes de Diciembre para pasar al nuevo año, cuando recibí una llamada telefónica que atendí con entusiasmo.
Desconocía cuanto me depararía el futuro a partir de ese momento. Hacía un frío intenso, los picos de la sierra se presentaban cubiertos de nubes amenazantes y la gente que me encontré por la calle camino del coche, iba abrigada hasta la cabeza. Antes de recoger el coche entré a tomarme un café en el primer bar que vi, luego recorrí el mismo camino hacia la estación, la casa de los hippies y por último la retirada y aislada casa de Alberto.
Bajé nerviosa y caminé sin nada en mis manos, sin embargo, me incrusté en los dedos el anillo de prometida que me ofreció hacía ya veinticinco años. Le miré, suspiré y subí los escalones que me separaban de la puerta. Apreté los dientes y la golpeé esperando la voz de Alberto.
—¿Quién es? —preguntó alegre.
—Soy Gemma, cariño ¿puedes abrir, por favor? He vuelto.
—Lo sé, te esperaba —oí mientras la hoja de madera dejó ver su rostro.
No pude soportar más y me eché en sus brazos buscando sus labios para besarle. Me abrazó con fuerza y me miró con los ojos llenos de lágrimas. Así me sostuvo durante varios minutos, que sin embargo me parecieron segundos. Necesitaba tiempo para aceptar aquella situación tan nueva, tan distinta. Tomó mi mano y me condujo al salón invitándome a dejar mis cosas junto al pasillo. Al advertir la falta de una maleta.
—¿Has traído maleta?
—Está en el coche, luego la recogeré.
—De acuerdo Gemma, ahora te enseñaré la casa para que te habitúes.
—Claro.
Recorrimos todas las habitaciones, incluso el estudio donde escribía.
—Ven, siéntate y descansa, yo prepararé un café, luego iremos juntos al pueblo y comeremos en algún restaurante, no quiero que trabajes mucho.
—No importa cariño, lo haré con gusto. ¿Recuerdas cuando vivíamos juntos? Yo hacia la comida y tu ponías la mesa y la mayoría de las veces fregabas los cacharros.
—Claro que lo recuerdo. Pero ¿Cómo puedes saber tu eso?
—No olvides que soy Gema.
—Lo sé, eres la cuarta Gemma.
—No Alberto, soy la única Gemma. La verdadera Gemma. ¿Te has fijado en mis ojos?
—Sí, son los más bonitos que he visto nunca.
—¿Las otras Gemma los tenían de mi color?
—No, claro que no.
—Porque ellas no eran la única Gemma.
—¿Entonces?
—Tendrás que prometerme algo.
—Claro lo que quieras.
—No volverás a llamar a la Agencia.
—No tenía intención de hacerlo, tú eras la última de ellas, con quien se supone pasaré el resto de mis días.
—Perfecto, y tú eres mi Alberto, mi único Alberto, con quien pasaré el resto de los míos.
—No entiendo Gemma, ¿Cómo dices eso?
—Porque te quiero Alberto.
—Pero, esas frases no están en el guion.
—Lo sé, pero salen sin poderlas retener.
—Me alegro. Supongo que me harás sentir muy feliz el tiempo que pases conmigo. Además, tienes algo especial que me confunde.
—¿Cómo qué?
—A veces creo que eres ella, la mujer a quien sigo queriendo y un mal día me abandonó.
—Intenta comportarte conmigo como si en realidad fuera ella. Si lo haces sabré darte el amor que un día te retiré.
—Como quieras, Gemma.
—No cariño, como quieras tú.
Me enseñó la habitación que debía ocupar, después subimos la maleta. Recorrí la finca sujeta a su brazo y tuvimos que refugiarnos de la nieve que comenzó a caer. Le vi sonreír, contento, entusiasmado. No sabía si aquel era el comienzo de nuestro final juntos, o acabaría rechazándome después de tantos años. ¿Cómo debía interpretar la situación?
Bajamos a comer al pueblo. Saludamos a cuantos nos cruzamos hasta llegar al bar restaurante que ya conocía.
—Hola Alberto —dijo nada más vernos entrar— ¿No me vas a presentar a tu nueva Gemma?
—No, hoy no, tal vez mañana. Además, no es mi nueva Gemma, ella es, mejor mañana.
—Como quieras. Hola, señora —dijo dirigiéndose a mí.
—Buenas tardes —respondí secamente.
Salimos sin consumir el vermú que íbamos a tomar y nos refugiamos en el coche.
—Ven cariño, iremos a un asador a unos kilómetros de aquí. Allí nadie nos conoce.
—No me importa.
—A mí sí. Quiero… —y sin acabar la frase tomó mi mano con fuerza y la besó repetidamente.
—Tranquilízate cariño, siempre estaré a tu lado, no volveré a abandonarte.
—Lo se Gemma, lo sé. Es algo que pedí pusieran en el guion de la Agencia.
Aquella noche esperé a que se retirara a dormir, en dos ocasiones dejó caer su cabeza sobre mi hombro viendo una película por televisión. Le acompañé a la cama y cuando se retiró para ponerse un pijama, aproveché para pasar a mi cuarto y ponerme un camisón. Luego retiré la ropa de la cama y me introduje a su lado.
—Esto no está en el guion ni en el contrato, no deberías hacerlo.
—Lo se Alberto, pero te repito que no soy la cuarta Gemma, sino la única Gemma.
—No entiendo nada de esto.
—No importa. Ahora espera a que me desnude y comprobarás que no miento.
Dejé caer el camisón y me presenté ante sus ojos completamente desnuda. Tomé su mano y la llevé hasta mi ingle derecha, pidiendo observara la mancha en forma de caracol, luego giré para darle la espalda e hice lo mismo sobre el glúteo izquierdo para que comprobara la segunda mancha en forma de rosa.
—¿Qué significa esto? —dijo balbuceando.
—Significa que soy Gemma, soy tu única Gemma.
—No entiendo, me duele la cabeza.
—Tranquilo cariño, te ayudaré a calmarlo, poco a poco irás superando esta extraña situación.
—Gracias.
—¿Recuerdas cómo me llamabas cuando estábamos juntos?
—No, en este momento no, estoy algo mareado.
—No importa, seguramente lo recordarás otro día.
Le llevé el desayuno a la cama, como hacia cada festivo en que no trabajaba y vivíamos juntos. Al lado de los platos y taza del café, un pequeño aparato de radio encendido en la emisora que ponía siempre. Dejé la bandeja y nada más incorporarse le besé dándole los buenos días. Me miró con extrañeza, sonrió y me invitó a desayunar a su lado. Lo hice. Luego dejamos pasar la mañana y no salimos en todo el día, lo pasamos dentro de casa, viendo nevar. Durante una semana no me separé de Alberto un solo momento. Por fin la nieve dejo de caer y salimos a comprar alimentos al pueblo.
A media mañana quiso invitarme al vermú y de nuevo nos presentamos ante el propietario del bar que conocía.
—Hola Alberto, buenos días, ¿Qué? ¿No me presentas a tu nueva Gemma? —dijo con una cantinela llena de sarcasmo.
—Claro que sí, estúpido Matías. Mira, ella es Gemma Blanco Arroyo, es la mujer a quien amo.
—No te enfades, pero como siempre me presentabas a tu Gemma.
—Pues será la última que conozcas y también la última que pisaré tu bar. Eres un bocazas con solo dos dedos de frente.
Salimos de allí dejando los vasos llenos sin probar. Buscamos otro bar y pedimos de nuevo dos Martinis rojos.
—¿Cómo sabes mis apellidos? —pregunté.
—Cómo no voy a saberlos pese a los años transcurridos.
—¡Cariño!
—Gemma. A partir de ahora espero no volver a preguntar ¿Quién es? cuando llame a la puerta una mujer, al menos es mi deseo.
—El mío también Alberto.
FIN
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